Con mucha reticencia acepté finalmente ver The Terminator (1984). Hay algo de las películas norteamericanas de acción, sobre todo aquellas protagonizadas por actores taquilleros que se pasean por la pantalla haciendo prueba de una virilidad exuberante, que me resulta un poco desalentador. A pesar de mi absurdo prejuicio, el film de James Cameron me resultó sumamente simpático, porque asume plenamente y no deja de reírse de esa misma masculinidad estereotípica que tanto me repele. Inmediatamente puse la segunda y me pareció una genialidad en todo aspecto, pero dos secuencias me llamaron particularmente la atención, una en cada película: aquellas donde el T-800 (Arnold Schwarzenegger) y el T-1000 (Robert Patrick), es decir, los Terminators, aparecen en escena.
Por cuestiones técnicas del viaje en el tiempo, estas máquinas enviadas del futuro para interferir con el desarrollo de una guerra entre la humanidad y la inteligencia artificial llegan desnudas y su primer gesto al arribar al mundo es, naturalmente, el de vestirse. La desnudez no es aquello que los delata como los seres artificiales que son sino como los extranjeros a la sociedad que representan. Vestidos, los Terminators terminan de camuflarse en el socius, pasan por dos mecánicos ciudadanos más.
Entonces se abrieron los ojos de ambos y vieron que se hallaban desnudos. (Gén 3, 7)
En su antología Desnudez (2009), Giorgio Agamben revisita la bien conocida historia de Adán y Eva que, recién cometido el pecado original, descubren que están desnudos, se avergüenzan terriblemente y se confeccionan unos taparrabos — contrario a Terminator, que simplemente va y se procura sus ropajes por la fuerza y, ya que está, también se afana una moto. Agamben precisa que Adán y Eva no fueron creados desnudos sino cubiertos por un “vestido de gracia” imperceptible, pegado a sus cuerpos, hecho de la gloria divina. Lo que descubren al ser despojados de esta ropa gloriosa es la mismísima naturaleza humana, que se da de entrada como vergonzosa, indigna desnudez y que debe ser inmediatamente cubierta. Para cuando son expulsados a la Tierra, la vestimenta ya ha asumido plenamente esta función disimuladora que no dejará de asegurar a lo largo de los siglos, tal como el film de Cameron lo demuestra.
La vestimenta, aunque ya no nos conceda la gloria divina, sirve para revestir esta naturaleza humana que nos puede resultar vergonzosa, como decía Francisco la semana pasada. En la tradición judeocristiana, una batería de imperativos morales pesa sistemáticamente sobre la representación del cuerpo humano como es, es decir, desnudo. Por algo Cosme III de Médici mandó a que se pintaran unas discretas hojas de higuera sobre los genitales de Adán y Eva en el fresco de fines del siglo XV de Masaccio, adquirido en 1670: por cuestiones de decoro ligadas al cuerpo humano, considerado desagradable, claro está.
No sería hasta la restauración de la obra en 1990 que los sexos de los despojados del Paraíso verían la luz del día.
Un proverbio alemán dice: Kleider machen Leute, “la ropa hace a la gente”. Antes de la ropa no hay “gente”, sino una naturaleza bruta de la que hay que ocuparse de alguna manera. La prenda no viene necesariamente a expresar algo del “interior” del ser, sino a camuflar, disimular y emperifollar los atributos naturales del cuerpo. Entramos de lleno en el terreno de la performatividad de la vestimenta. Entonces la vida es un teatro donde, día a día nos disfrazamos de nosotros mismos, o de quienes tenemos que ser, o de quienes esperan que seamos, y actuamos un rol. Cuando llegamos a casa a la noche, nos “sacamos” esa piel que nos ponemos frente a los otros (la conversación que inspiró esta idea: “¿Te imaginás si te sacaras la piel cuando llegás a tu casa?” “La podrías poner en la lavadora.”) y, al desvestirnos, nos encontramos con la naturaleza (insondable) que siempre estuvo abajo.