Estoy, fascinado, leyendo por fin una selección bastante amplia de las memorias de Victoria Ocampo, a quien le empecé a prestar más atención después de conocer a otra Victoria, de apellido Liendo, que la estudia desde hace años y escribió uno de los mejores ensayos que he leído sobre ella. La verdad es que —diarios de Bioy mediante—1 le tenía cierta bronca a la mayor de las Ocampo, pero esa bronca era infundada: salvando las distancias, el retrato de sí misma que va armando en sus numerosos textos autobiográficos se me hace muy reconocible y veo en ella a una persona deseosa de conocer que tal vez podría haber escrito las palabras de Susan Sontag (están casi al final de su ensayo “Contra la interpretación”): “Debemos aprender a ver más, a oír más, a sentir más”.
Sabiendo (gracias, una vez más, a Victoria L.) de la relación conflictiva de Ocampo con una de las obras de Jean Cocteau que más me interesan, me llamó la atención leer ahora un par de fragmentos suyos que, de algún modo, amplían esa incomodidad, que se ve con claridad en algunas de sus cartas a su hermana Angélica. “Me he peleado con Jacques L. a causa de Cocteau”, escribía en febrero de 1930, tras asistir al estreno de La voix humaine con su nuevo amigo, el joven Lacan. “Se dejó embaucar por el aspecto sentimental de la pieza y no se da cuenta de que es una prostitución del corazón”, concluye.
Quien haya visto alguna de las películas de Pedro Almodóvar conoce la historia: casi una hora de una mujer desconsolada al teléfono con un amante que la está dejando por otra. Tanto en La ley del deseo (1987) como en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988), a mi gusto dos de sus mejores películas, Almodóvar hace referencia explícita a la pieza del francés, que luego llevó a escena, con Tilda Swinton, en un cortometraje de 2020 que cambia un poco las cosas: al teléfono fijo que ataba, por citar un solo ejemplo, a Anna Magnani a la mesita del living en la espectacular adaptación de Roberto Rosselini que forma parte del film en dos episodios L'amore (1948) lo suplantan unos airpods que, aunque fallan (y la protagonista se queja de la “voz de robot” de su amado), permiten un paseo por la casa-set que se destruirá al final.
La obra original, como se sabe, fue pensada por Cocteau con Jean Desbordes, que venía de dejarlo por una mujer, en mente, y desde su estreno fue controvertida. Paul Éluard, famosamente, lo dejó en claro cuando abandonó el teatro en la première, que tampoco Louis Aragon vio completa: “¡Suficiente!”, habría gritado el poeta, “¡Es obsceno! ¡Es a Desbordes a quien telefonea!”. Sea como sea, Ocampo parece sentirse presonalmente atacada cuando ve la obra: aunque detrás de todo hubiera un hombre, lo que se ve en escena es a una mujer suplicante, destruida de amor, consumiéndose a la merced de un ex lejano y frío. Esto, entiendo, no podía sino resultarle algo patético a la autora, muy sensible a las representaciones femeninas en manos de escritores hombres, pero además una mujer con una relación muy particular con el dispositivo que da origen a la pieza de Cocteau —el teléfono. Cuenta, por ejemplo, en El imperio insular (1980), segundo tomo de su autobiografía:
No salí jamás a la calle sin chaperon antes de casarme. Ni acompañada por mi hermana o primas (ellas tampoco salían solas). La casa de Bernarda Alba, que tanto sorprendió a los ingleses cuando asistí a una representación del drama en Londres, es, o era, algo fundamentalmente español o hispanoamericano. Pero por más cuidada, por más vigilada, por más presa que esté una desdichada criatura que comete el crimen de tener dieciocho años y sentir lo que normalmente se siente a esa edad, siempre hay una mano amiga que le trae la carta prohibida, o un teléfono cómplice por donde le llega la voz que no debía oír en ese tête à tête pecaminoso en que el hilo conductor hace el papel de la serpiente, y en que dos oídos quedan desnudos y absolutamente solos, escuchándose, en el paraíso terrenal de las uniones telefónicas.
El aparato, para la joven Victoria, era una vía abierta con el mundo, un espacio del secreto, un testigo y un cómplice, aunque su presencia también sería a veces, en los años sucesivos, un poco amenazante. Mujer de acción, apasionada, vivaz, se entiende que le crispara la fascinación de Lacan con frases como “Me da mucho miedo colgar este teléfono y volver a caer en la oscuridad”: en ella no hay lugar para eso. La adaptación de Almodóvar (una obra maestra, por otra parte, del product placement) empieza con otro tono, con la protagonista comprando un hacha.
Tal vez a Ocampo le hubieran gustado estos cambios.
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