Si hoy adoro los libros de viajes, las memorias, las misceláneas, la culpa la tiene Adolfo Bioy Casares.
Cuando era adolescente recibí, después de que mi padre hubiera emigrado a Barcelona, una copia del libro De jardines ajenos que él le había regalado a mi tío o que mi tío le había regalado a él, no recuerdo. Nunca había leído un libro así, libro de libros, fragmento de fragmentos, de recuerdos mezclados con versos de otros, pequeñas muestras de una escritura que me fascinó al instante y que hasta ahora he intentado sin éxito imitar: una prosa liviana, segura, limpia, tras la que se puede ver una personalidad expansiva, honesta e irónica, a la vez confiada en sí misma y capaz de reírse de su propia insignificancia.
A través de esos libros de Bioy que devoré en aquellos años (lo siguieron Descanso de caminantes, que encontré en pdf, y después En viaje, con cartas a Silvina Ocampo desde Europa, que compré en una de esas típicas ofertas de balneario, el magnífico Borges que leí y releí también en una copia escaneada, el breve De las cosas maravillosas y, más recientemente, el polémico Unos días en el Brasil, que encontré en una librería de Montevideo) y el tomo Borges profesor (una serie de clases sobre literatura inglesa que dio Jorge Luis Borges en la UBA que transcribieron y editaron Martín Arias y Martín Hadis) fui haciendo una suerte de educación literaria paralela a la que recibía en las instituciones formales, primero el liceo y después la universidad, que complementaba con otros libros de ensayos como La raza de los nerviosos, de Vlady Kociancich, también cercana al dúo Borges-Bioy, y el prólogo de Ocampo a la antología Poetas líricos ingleses.
Esta parte del llamado “grupo Sur”, de ese modo, informó como no lo hizo nadie mi gusto y marcó como casi ninguno de los ensayistas y teóricos que veíamos en facultad mis ideas sobre la literatura. Su lectura, para mí, fue la apertura de un mundo sorprendente, el descubrimiento de una ética creadora, el conocimiento de unas vidas dedicadas por entero a las letras. Así fue que llegó a mí Juan Rodolfo Wilcock, escritor que no leí hasta hace poco pero que frecuento desde hace años por las menciones recurrentes de Bioy, ahora reunidas en forma completa, con añadidos, en un volumen a cargo de Daniel Martino que permite ver el desarrollo de una extraña relación marcada por cierto desdén sobre todo al principio y un cariño inquebrantable hacia el final.
Por eso me gustó mucho lo que el propio Johnny, en palabras reproducidas por el diarista, dice sobre la amistad en un momento:
¿Cuál es el rasgo fundamental de un amigo? Que no es un enemigo. A un amigo no se le debe descartar por juicios éticos; los juicios éticos sirven para descartar a otras personas. Hay un solo motivo para interrumpir una amistad: que el amigo te produzca pérdidas de dinero: las pérdidas de dinero abren perspectivas espantosas.
Me gustó al instante leer esta declaración de principios en un contexto en el que cada dos meses se discute violentamente sobre si se puede ser amigo de alguien que no piensa como nosotros, como si la verdadera amistad no fuera una rareza digna, como las letras, de los más atentos cuidados.