Tras la entrega anterior quedé pensando en esos espacios supremos que son las grandes tiendas.
Pensé en los confusos laberintos de galerías decadentes de Montevideo, que para mi adolescencia post-2002 se habían convertido en lugares medio ominosos en los que alternaban oficinas de escribanos y salas de tatuajes; en ese Centro que fue mío durante la infancia, el McDonald’s de la calle Río Negro en el edificio que antes había sido el London-París; en los relatos de mi abuelo y su trabajo en Soler, que había conseguido después de perder el del banco a causa de sus filiaciones políticas.
Y pensé en “El otro cielo”, el maravilloso cuento de Julio Cortázar que une por obra de encantamiento a la París de 1870 y la Buenos Aires de los 40 del siglo XX a través de la Galería Vivienne y el Pasaje Güemes. Pensé, por supuesto, otra vez en Walter Benjamin y sus “pasajes”, y en Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, el “Sudamericano” del cuento de Cortázar. Pensé una vez más, por supuesto, en la maravillosa novelita que cierra Los cantos de Maldoror, que nos ubica en ese mismo territorio: la Bolsa, el Palais Royal, Saint-Honoré, la zona precisa de los intercambios, del consumo, de ese lamer vidrieras (traducción literal del francés “lèche-vitrine”, que designa el acto de mirar escaparates), una forma específica de la flânerie.
Charles Baudelaire lo define ya en “El pintor de la vida moderna” y Miguel Hernández Navarro lo explica:
La vista, entonces, se convierte en el sentido urbano privilegiado. La exposición, la de la mercancía en los escaparates de los comercios —mercancía que se ve pero no se toca, igual que la mirada del paseante— provocaba un deseo ocular que era aumentado, si cabe, por la publicidad, con la introducción de imágenes litográficas en diarios y revistas que intensificaban en la mente del observador la idea del objeto de consumo. Esa doble visión causaba en el ciudadano una desconocida y atractiva sensación de reconocimiento en el objeto de su imagen previa, reconocimiento que aumentaba el anhelo de la mercancía.
Así se posa, sin posarse, la mirada del paseante sobre lo que ofrecen las tiendas, sus signos de prestigio, sus maniquíes de belleza ideal que capturó con tanta sensibilidad Eugène Atget, por ejemplo, en esta fotografía de 1926 del Bon Marché:
Si la experiencia de la modernidad implica una ruptura inédita del tiempo y el espacio, que se repliegan sobre sí mismos doblegados por las distintas tecnologías (el ferrocarril, la fotografía), en las tiendas, como en otro sentido en los museos, se produce una escenificación de ese quiebre, tal como entiende primero Lautréamont al ubicar su caza final, la persecución de su última presa, en ese preciso barrio en el que Ducasse encontró la muerte, y luego Cortázar, que elige como zona de pase esos barrocos monumentos de la civilización.