Cuando hace unos años la conocí, mi hoy amiga Mariana (según me contó al tiempo) me puso a prueba: ellos estaban de visita en París y, después de enterarse quién era y lo que estudiaba, me preguntó casualmente dónde podía ir de compras, solo para ver si yo era el típico estudiante de letras superficial que piensa que la ropa no tiene importancia.
Ese, por suerte, no es uno de mis defectos, y eufórico le dije que la acompañaba encantado a las galerías del bulevar Hausmann cuando quisiera.
En el momento yo vivía desde hacía un año en Saint-Denis y daba clases de español en varios puntos de la ciudad, incluida una academia que, para mi alegría, quedaba a pocas cuadras de la Ópera y, en consecuencia, de las grandes tiendas, que me fascinaban. Cuando tenía clases ahí (muchas veces iba a los lugares de trabajo de mis alumnos), me subía a la unánimemente odiada línea 13 del metro en Basilique, me bajaba en Saint-Lazare y caminaba rumbo a la calle Taitbout de modo de pasar primero frente a Printemps, luego a Lafayette… Muchas veces subía al último piso de la primera y me tomaba un café con una vista impresionante de la torre Eiffel y siempre me demoraba un buen rato frente a las vidrieras.
Tiempo después, cuando tras devorar Poses de fin de siglo empecé a leer todo lo que pude de Sylvia Molloy, le encontré a ese impulso mío sino una explicación al menos un linaje ilustre. Contaba Molloy en un ensayo sobre su descubrimiento de París a fines de los años 50: “Los monumentos, los museos, las bibliotecas, eran las metas de nuestras peregrinaciones estudiantiles. Pero no menos sagrados, como sitios culturales, eran desde luego los Grands Magasins adonde yo, como tantos otros recién venidos, me dirigí en cuanto llegué a París”, tras lo que agrega su descubrimiento de que eso fue precisamente lo que hizo Domingo Faustino Sarmiento en 1849: “también él, no bien llegado, se había precipitado a esos grandes almacenes, por entonces recién construidos y ya sitios de deseo, a comprar objetos y, sobre todo, ropa”.
Será otra forma, digo yo, del destino sudamericano, aunque es cierto que también Walter Benjamin y Germaine Krull, por citar dos casos famosos, se vieron atraídos por ese barrio de tiendas, pasajes techados, galerías —son muy hermosas las fotos sacadas en los 30 por Krull, por ejemplo, que muestran en blanco y negro esas mismas luces que me deslumbraron tantos años después. Es un mundo, como describía Benjamin, atravesado por las formas de la modernidad: hierro y vidrio en la estación de trenes, hierro y vidrio en las cúpulas de los almacenes, hierro y más hierro en el metro, en los postes de luz, vidrio y más vidrio en los escaparates que ofrecen (pero, en principio, solo a la vista) las mercancías.
En el texto que mencionaba antes, Molloy cuenta con un estilo a la vez nostálgico y alegre sus idas y vueltas en París, y esta imagen de la joven yendo de compras perdura para mí como la condensación de esa aventura, de eso que parece tan serio y a la vez se muestra ante nosotros como una feliz nadería.
Hola Francisco! Me encanté con tu texto, soy arquitecta y también viví en París por un rato. He comprado el libro que indicaste, soy encantada con las narrativas urbanas y yo mismo escribo una newsletter llamada Trem das Onze. Si te interesa leer en portugués, inscribe-te! :) Saludos, Luísa