Este verano pasé varias veces por enfrente del Centro Pompidou pensando que sí o sí tenía ir a ver esa exposición sobre Alemania en los años veinte, promocionada por una figura de mujer con aires de flapper, fruto inconfundible de la mano de Otto Dix.
El título de la exposición, mecánica superposición de categorías, rezaba: “/Alemania / Años 1920 / Nueva Objetividad / August Sander /”. Pensaba, caminando por la explanada que da acceso al tuberío llamado Beaubourg, que Walter Benjamin, quien ocupa desde hace algunos meses un lugar privilegiado entre mis tantas obsesiones, tenía una vez más razón: como bien lo predijo en su “Pequeña historia de la fotografía” (1931), faltarían cien años para que el nombre del fotógrafo alemán August Sander cobrara una insospechada actualidad.
La dispersión veraniega y ocupaciones varias mantuvieron mis preocupaciones lejos del Pompidou hasta que, a principios de septiembre, me percaté de que la exposición estaba llegando a su fin, como mucha más gente que decidió ir el mismo sábado que yo. Pero nada más apropiado para acompañar una exposición que trata, en parte, el tema del proletariado alemán en el período de entreguerra como la experiencia de caminar despacito en una calurosa masa humana, ¿no?
Entonces nos fuimos, literalmente codo a codo, directo a una república de Weimar azotada por la crisis económica y política que dejó a su paso la Gran Guerra. En Berlín, la capital de la decadencia, los índices de pobreza, criminalidad y abuso de sustancias estaban por las nubes, y eso en pleno período hiperinflacionario. La exposición se pretende una narración de los años sombríos, desde la refundación del partido nazi en 1925 por Adolf Hitler hasta su ascenso a canciller en 1933, en los que la república de Weimar vio su inminente colapso.
En este contexto nació una corriente artística multidisciplinaria llamada Neue Sachlichkeit [Nueva Objetividad], de sache, que quiere decir “cosa”. Desilusionados como cualquiera en la Alemania de aquella época, los artistas abandonaron las formas temperamentales y el colorinche del expresionismo para favorecer un estilo “silencioso”, “absorbente” y “civilizado” (según la clasificación de Franz Roth, quien también reclama el curioso mérito de haber acuñado el término “realismo mágico”, que nos es tan familiar a los lectores hispanoamericanos) en búsqueda de un nuevo modo de representar objetivamente las cosas, la realidad de las cosas. Pero ¿cuál es la “realidad de las cosas” en la república de Weimar sino la del terrible ascenso del fascismo, de la penuria económica, de la violencia del sistema capitalista, que no inspira más que cinismo? De cara a este panorama, los artistas de la Nueva Objetividad adoptaron un idioma sobrio y diáfano para enunciar la oscura trama que los alemanes llamaban, por aquel entonces, “realidad”.
El único ideal que subsistía en Weimar es el de la estandarización. Había que reconstruir, pero rápido y a bajo precio. Emergió entonces una cultura tornada hacia las masas que favorecía un ideal de estandarización por encima de la exaltación del individuo. Se recurría a modelos y prototipos para comunicar las cosas de forma clara y precisa, mientras que se rechazaba la dimensión sentimental e idealista del ser humano. La distribución de las personas en casillas regulares que la república de Weimar promovía vio su irónico reflejo en obras como la de Gerd Arntz, Zwölf Häuser der Zeit [Doce casas del tiempo] (1927). Una serie de doce grabados denuncia la virulenta organización del sistema capitalista en categorías sociales, donde los individuos son representados como simpáticos muñequitos de caras lisas y anónimas y pierden, justamente, su individualidad. Arntz buscaba mediante este lenguaje gráfico y simple concientizar al proletariado sobre su condición de alienado, para engendrar, con suerte, alguna revolución.
La sociedad alemana enmascaraba bajo la promesa de la estandarización una furia homogeneizante que los artistas de la Nueva Objetividad no cesaron de subrayar, demostrando a qué punto el ser humano se había convertido en un autómata o en un maniquí de vitrina.
Así es, en todo caso, como George Crosz representa al individuo en Ohne Titel (Konstruktion) [Sans titre (Construction)] (1920). En primer plano, una figura humana cuya cabeza esférica es completamente lisa parece reclamar la atención del espectador en una pose estática, visiblemente atormentada. Pero el ojo del espectador se pierde en el paisaje industrial y rectilíneo que enmarca al solitario personaje. El manifiesto sentimiento del artista, que también era miembro del partido comunista alemán, de que el mundo se había vuelto pobre y vacío es el germen, tal vez, de la voluntad de emancipación que Arntz esperaba suscitar en sus espectadores.
El arte de la Nueva Objetividad, oscilando así entre la representación “objetiva” —realista, transparente— y la violencia que esta objetividad enmascara, fue el más fiel reflejo de la perturbada mentalidad de la época. “Si ves al Señor Hoch, tu amigo / Le preguntas, objetivamente: / ¿Cómo, Señor Hoch, sigue vivo? / Hay una objetividad en el aire”, canta Marcellus Schiffer en “Es liegt in der Luft”.
Ahora bien: ¿qué más objetivo que la fotografía para representar la realidad? Esta disciplina jugó también un rol importante en el proyecto de retratar la "cara de la época”: entran en escena las decenas de fotografías de Sander, que dialogan constantemente con el barroco repertorio de obras que componen esta rigurosa, verdaderamente alemana exposición.
Sander era miembro fundador del grupo de artistas progresistas de Colonia, cuyo objetivo era la documentación de las personas y las estructuras sociales. Cercano a muchos pintores, músicos y arquitectos de la Nueva Objetividad, Sander incluyó retratos de varios de ellos, así como de artesanos, obreros y campesinos, en su opera prima, el proyecto fotográfico que lo ocuparía desde 1925 hasta el final de su vida: Menschen des 20. Jahrunderts [Hombres del siglo 20].
“Su obra entera está constituida a base de siete grupos que corresponden al orden social existente y deberá ser publicada en unas cuarenta y cinco carpetas con doce fotografías cada una”. Así introduce Alfred Döblin la primera antología de Sander, Rostro del tiempo. Sesenta fotografías de alemanes del siglo XX (Munich, [1929]). En un gesto de ferviente voluntad clasificatoria (sin dudas sintomática de la época), Sander clasificó los 619 retratos finalmente incluidos según la clase social de sus modelos. Las categorías iban de lo esperable, como el campesino, el artesano, el funcionario, la mujer —que, como bien sabemos, es una categoría del hombre—, hasta lo francamente insólito, como la de clase de “últimas personas” que incluye idiotas, enfermos, locos y la “materia”. La humilde ambición de Sander no era nada más ni nada menos que la de reproducir a los modelos con una “fidelidad absoluta a la verdad y en la integridad de su psicología”, como lo indica en una carta. Este volumen cayó en manos de Benjamin, que ya se interesaba por las implicaciones abismales de la costumbre de reproducir el rostro humano, y que no supo de la existencia de Instagram, pero tan lejos no estaba:
Los desplazamientos del poder, que se han vuelto tan inminentes entre nosotros, suelen convertir en una necesidad vital el educar y afinar la percepción fisiognómica. Ya vengamos de la derecha o de la izquierda, tendremos que acostumbrarnos a que nos miren en función de nuestra procedencia. Y recíprocamente, tendremos que mirar a los demás. La obra de Sander es más que un libro de fotografía: es un atlas que nos entrena para ello.
Por supuesto, la serie de caras que nos devuelven estas fotografías no se parecen en nada a las facciones que uno puede llegar a encontrarse en la red social de preferencia. A diferencia de estos rostros disfrazados por filtros y totalmente desprovistos de aura, aquellos semblantes severos en tonos sepia nos devuelven miradas que parecen conscientes de los horrores que los años venideros les deparaban. También tenía razón Benjamin, en ese sentido, en remarcar que en el retrato de una persona se aloja siempre una chispa de azar, un minúsculo “aquí y ahora”,
un lugar inaparente donde, en la determinada manera de ser de ese minuto que pasó hace ya mucho, todavía hoy anda el futuro y tan elocuentemente que, mirando hacia atrás podemos descubrirlo. La naturaleza que habla a la cámara es distinta de la que habla al ojo; distinta sobre todo porque, gracias a ella, un espacio constituido inconscientemente sustituye al espacio constituido por la consciencia humana.
Pero la fotografía, a pesar de que tenía este poder, o justamente porque tenía este poder, podía resultar un arma de doble filo. Benjamin, marxista que vivió en Alemania desde su nacimiento en Berlín hasta su exilio en París en 1933 (pues también era judío), describe un fenómeno corriente en las sociedades industriales que llama la “empatía con lo inorgánico”. Una extraña inversión sucede en el momento en el que el ser humano, el sujeto, se torna hacia lo inorgánico buscando sublimar las penas que la crisis le infunda, a tal punto que se vuelve él mismo, inconscientemente, un objeto.
¿Cómo funciona esta inversión? El hombre y sobre todo el proletario, alienado de los frutos de su trabajo, ya es como un objeto. Es el fenómeno de la reificación, de rea, res, '“cosa”: término y lectura de Marx prestadas del húngaro Georg Lukács (a no confundir con George Lucas, si bien ambos hayan tenido intuiciones solidarias respecto al funcionamiento despótico de ciertos grandes poderes). Benjamin agrega que ya no sólo el proletario, sino que también el burgués se ha convertido en un objeto por las relaciones fetichistas que mantiene con la mercancía, y visiblemente, hasta con las imágenes. Cuanto más se extendía la crisis del orden social, más el ser humano buscaba refugio en el inorgánico mundo de los fetiches (que, originalmente, eran objetos utilizados en ritos religiosos, dotados de una cierta capacidad mágica).
Plegada como el mercado a las manías de la moda, la fotografía también puede suscribirse a este lógica fetichista. El fotógrafo Albert Renger-Patzsch se aproxima a los objetos con los ojos rebosantes de empatía, sirviéndose también del vidrio como modelo. Pero ya no hay lugar en la composición ni para un susurro de subjetividad: el motivo de la repetición de los objetos colma de lleno sus fotografías. Nos quedamos absortos, perdidos en una regular sucesión de lineas, sean rectas o curvas, frente a imágenes tales como Gläser (1926-1927), o Jenaer Glas [Vidrio Jenaer] (1936). Bertold Brecht comentaba, a propósito de estas escenas desprovistas de todo “contexto humano”, que aquella
simple ‘réplica’ de la realidad [les] decía sobre la realidad menos que nunca. Una foto de la fábrica de Krupp o de AEG apenas [les] enseña nada sobre tales instituciones. La realidad propiamente dicha ha recaído en lo funcional. La cosificación de las relaciones humanas, como sucede en la fabrica, ya impide ver las que no están en primera linea.
Observemos un cuadro de Hannah Hoch, Gläser [Cristalería] (1927) —obra homónima a la de Renger-Patzsch y producida el mismo año—, donde la artista pareciera haber querido, como Sander, representar la psicología de los modelos: en este caso, la de unas botellas y vasos de vidrios colocados en una mesa cuadrada, sobre un fondo aguamarina iridiscente. Escondido en una de las botellas más cercanas al espectador, un diminuto autorretrato contenido en el reflejo del vidrio aparece como un tímido guiño de un sujeto a otro, un recordatorio de que incrustada entre tanta objetividad, todavía hay una persona, aunque no fuera capaz de conquistar más que una mínima parcela de la imagen.
¿Qué es aquello que nos interpela sigilosamente en las imágenes de la Neue Sachlichkeit? ¿Qué es exactamente esa “objetividad” que “hay” en el aire? Quizás, en calidad de masa uniforme que somos como espectadores, algo nos haga ruido de lo que esta exposición, sórdidamente, nos quiere transmitir. Al fin y al cabo, no hay que descreer a aquellos que, mucho antes que nosotros, nos invitaron a buscar el contexto humano en el que las cosas aparecen, a emprender la labor de “desenmascarar y construir” la realidad que se nos presenta más inmediatamente. Por lo pronto, mi conclusión es esta: cuando toda una generación de artistas se torna directo a lo objetual como fuente de inspiración, ya no es un objeto (en el estricto sentido de lo inorgánico) lo que le devuelve la mirada sino un espejo que refleja un destino sórdido al que nadie quiere verle la cara.