El 26 de octubre murió, en el sur francés, Pierre Soulages, a la impresionante edad de 102 años. Hay artistas, pienso, que producen una obra siempre mutante, que encuentra en la variedad una suerte de camino múltiple, de constante experimentación con lo diverso, con las formas, las técnicas, los procesos, como Pablo Picasso, y hay otros, como Soulages, que basan su experimentación en unos pocos elementos sobre los que vuelven una y otra vez, quizás para encontrar el cambio en la repetición. Se dijo muchas veces que el francés era el maestro del color negro; sin embargo, como distinguía él mismo en una entrevista, “cuando trabajo con una pasta negra, ya no trabajo con el negro: trabajo con la luz reflejada por la superficie del color”. En las “estrías” de materia, todas distintas, se ven en efecto los mil trabajos de la luz sobre hondonadas misteriosas y picos marcados por un ejercicio que juega con la grilla, el empaste, la textura.
En 2020, un poco antes del fin de los tiempos, fui al Centro Pompidou a ver algunos de sus cuadros y quedé impresionado sobre todo por los de su última época, en los que este juego con la luz se hacía más evidente, a la vez que se destruía, de un modo muy severo, cualquier vínculo con un “significado” descifrable, que podía intuirse en obras anteriores en las que la pincelada gruesa era pensable como un gesto y la composición como la forma cruda de un alfabeto secreto.
Pienso a menudo en la búsqueda monocroma de la luz por su contrario, en ese oscuro total, en los grandes cuadros de su larga época tardía, en ese color que él nombró outrenoir, ultranegro, en consonancia a como dicen en francés cuando refieren a sus territorios anexados, les Outre-mer. En ellos pensaba también cuando veía su opuesto en las obras de gran tamaño de la estadounidense Joan Mitchell, nacida cinco años y un par de meses después que Soulages pero fallecida tres décadas antes que él, en las inmediaciones de París. A principios del mes pasado, en efecto, se inauguró en la Fundación Louis Vuitton una muestra doble que presenta, a la vez, una retrospectiva de Mitchell y un diálogo pictórico entre ella y Claude Monet, y que fuimos a ver el fin de semana pasado.
La última vez que habíamos estado en el edificio diseñado por Frank Gehry fue para ver una decepcionante exposición que intentaba, también, establecer paralelismos entre un pintor más “clásico” y un “moderno”, en este caso Egon Schiele y Jean-Michel Basquiat, que quedaban, por motivos opuestos (el primero por defecto, el otro por exceso) mal representados. Con las precauciones de la otra experiencia y gran escepticismo de mi parte, nos lanzamos de todos modos y, tras una espera larga que la seguridad del lugar justificó con las recientes manifestaciones de ecologistas en varios museos europeos, entramos. Yo, francamente, iba preparado para todo y predispuesto a la desilusión, pero no fue lo que pasó.
El mundo, en varios sentidos, había estado conspirando además para que fuera a ver la exposición: hace unos días había empezado a leer, llevado por la recomendación de un amiga y mi fascinación con la New York School, Also A Poet (2022), de Ada Calhoun, que trata parcialmente sobre el malogrado Frank O’Hara, contemporáneo y amigo de Mitchell: si uno de sus mejores poemas tiene por título “Poem Read at Joan Mitchell's” y a ella está dedicado “Far from the Porte des Lilas and the Rue Pergolèse”,1 la pintora por su parte tiene un cuadro llamado Ode to Joy (A Poem by Frank O'Hara), y colaboró en la antología de poemas In Memory of My Feelings (1967) junto a otros treinta artistas.
Para ese proyecto a ella le tocó el célebre “Meditations in an Emergency”, que contiene el verso inolvidable:2
I am the least difficult of men. All I want is boundless love.
(Soy el menos difícil de los hombres. Todo lo que quiero es amor ilimitado.)
Su litografía parece expresar algo que me habla de salir, ese punto medio al que confluyen o del que salen líneas llenas de carácter, pero no impregnadas en el color que va a caracterizar sus óleos. Es muy interesante ver esa ilustración, en la web del MoMA, junto a los estudios preparativos:
Rojo sanguina y negro carbón son los pigmentos de base, que luego parecen confundirse en esa discreta explosión que me hace pensar tanto en los poemas de O’Hara. En el libro de Calhoun, que usa la obra del poeta para intentar comprender su propia relación con su padre, el recientemente difunto Peter Schjeldahl, hay una cita tomada de un artículo de Geoffrey O’Brien que me encanta. Dice el crítico, sobre O’Hara, que “da la bienvenida a todo lo incompleto, lo interrumpido, lo imprevisto: todo lo que contradice la compleción metódica de la muerte”.
Sigo pensando en el poema que ilustró Mitchell, donde el humor parece pelearse por la presa, todavía viva, con algo más oscuro. Traduzco un fragmento:
San Serapión, me envuelvo en los ropajes de tu blancura que es como la medianoche en Dostoievski. ¿Cómo voy a convertirme en leyenda, querido? Probé el amor, pero te oculta en el pecho de otro y yo estoy siempre brotando de él como el loto—¡el éxtasis de brotar siempre! (¡pero no hay que distraerse con eso!) o como un jacinto, “para mantener a la suciedad de la vida alejada”, sí, ahí, incluso en el corazón, donde la suciedad se bombea y circula y difama y contamina y determina. Haré mi voluntad, aunque me haga famoso por una misteriosa vacante en ese departamento, ese invernadero.
Me gusta todo de este pasaje en prosa: la referencia al cuadro de Francisco de Zurbarán, las referencias botánicas, la preocupación a la vez trivial y profunda por ser visto, por ser un individuo separado del mundo, vital, enérgico y contradictorio. Quedo pensando en las flores, esos lotos y jacintos de colores intensos, en las semillas de alceas que, según cuenta Calhoun, el pintor Bob Dash se llevó de la casa de Monet en Giverny para armar su jardín, y así otra vez en Mitchell, viviendo en la ciudad vecina de Vétheuil, en sus relaciones tempestuosas con esa categoría que comúnmente llamamos “naturaleza” y de la que ella duda: como afirma en una entrevista, Mitchell llevaba a donde iba “los paisajes con ella”, tal vez porque el paisaje se crea y recrea en la memoria.
La fascinación de los colores, por eso, la inclina a buscar el movimiento, incluso en la quietud. Mitchell perseguía un arte no monótono, una pintura realmente plástica, y en el contraste con Monet su quehacer se revela más poderoso y profundo. Ambos juegan con una noción del “yo”, de la identidad, con la relación tirante entre sujeto y objeto: en cuadros como “Nymphéas, reflets de saule” (1916-1919), Monet disuelve lo que vemos. ¿Qué es planta y qué es reflejo? Encerrado en su jardín, en su estanque, se vuelve sobre las cosas, las interroga, pero no fuerza una respuesta. ¿Qué es un cuerpo que posa, y qué es sombra?, ¿qué flota, y qué está hundido en el agua? La superficie mueve el pincel, rompe las barreras de la individualidad, confunde todo en un aire envolvente.
La postura de Mitchell, al menos según lo que articula a fines de los 50, es la de “no pensar en sí”, disolverse ella, anularse en la pintura. Hay algo de esos procesos del yo en transición, que trabaja con la memoria, busca y crea, que se transmite en sus obras mayores, que a veces cuentan una anécdota difusa en el título y a veces simplemente apelan a un “referente” siempre elusivo, como en el díptico “River” (c. 1989):3
El pulso que da el color claro de fondo, opuesto al negro a partir del que Soulages empezaba a pintar, pero también al multicolor de Giotto, al verdaccio de Peter Paul Rubens, al rojo de Nicolas Poussin, al gris de Francisco de Goya, pone en primer plano la sinuosidad, el despliegue a la vez ordenado y libre de color, un juego con las formas vitalista, siempre inconcluso, abierto a todas las posibilidades.
Hoy no tengo observaciones que anotar, pero aprovecho este espacio para recomendar el libro Divertimentos mecánicos, de Suzanne Doppelt, primera publicación de la editorial Forastera que en estos días debería estar disponible en las librerías uruguayas.
También la nombra en “At Joan’s” y en “Adieu to Norman, Bon Jour to Joan and Jean-Paul”, que tiene los versos: “I wish I were reeling around Paris / instead of reeling around New York / I wish I weren't reeling at all”.
Inolvidable es también Don Draper leyendo el libro que contiene ese poema y el que se llama “Mayakovsky”, cuya cuarta parte recita al final de la segunda temporada de Mad Men (Matthew Weiner, 2007-2015).
No confundir con este otro río, de su homónima canadiense: