Máquinas y maniquíes
Pensar los tiempos modernos con Narcissister, Susan Sontag y Felisberto Hernández
Recuerdo haber ido a ver, a principios del 2020, una conferencia donde Paul B. Preciado exploraba la idea del cuerpo como archivo político a partir de la Historia de la sexualidad de Foucault. De la conferencia mucho no retuve por cuestiones relativas a mi, por aquel entonces, pobrísimo nivel de francés; lo que sí retuve fueron las performances que se sucedieron a la intervención del filósofo, y sobre todo una puesta en escena musical y coreográfica de una artista neoyorquina llamada Narcissister. Su intervención arrancaba con una proyección de lo más extraña que la artista misma tuvo la gentileza de disponer en su sitio web:
En la soledad de algún desierto estadounidense, un personaje femenino en capa azul, “parado en la encrucijada de la vida” y ataviado de una cara de maniquí atraviesa una serie de metamórfosis inquietantes. La primera la asedia en pleno lip-sync. La música para y ella llora. Un ruido distorsionado, como maquinal, acompaña el gesto de esconder la cara en la capa mientras que, del lado opuesto de su cabeza, emerge otra cara igualmente plástica, no menos perturbadora. La música recomienza y ella baila y gira, entra a la “casa de muñecas” (así se titula el film) sin dejar de girar y se desploma. Pero de abajo de un manojo de faldas aparece una segunda cabeza, emanando de su entrepierna misma, que Narcissister agita al son de “Upside Down” de Diana Ross. De la aparente inocencia que denota el personaje en capa poco queda a medida que va perdiendo su ropa en un enérgico strip-tease hasta quedar, como diríamos en criollo, en bolas y cabeza abajo (pero, irónicamente, también cabeza arriba…). Un cuerpo bicéfalo arroja no una, sino dos miradas inertes y penetrantes al espectador, transformado sin preámbulos en un voyeur. La revista Cosmopolitan y el corpiño tirado, la tensa pose y los senos al aire señalan la conclusión de la metamorfosis de una niña en una “mujer”.
El camp lo ve todo entre comillas. No será una lámpara, sino una “lámpara”; no una mujer, sino una “mujer”. Percibir lo camp en los objetos y las personas es comprender el Ser-como-Representación-de-un-Papel. Es la más alta expresión, en la sensibilidad, de la metáfora de la vida como teatro.
En sus Notas sobre lo “Camp” (1964), Susan Sontag define lo “camp” como un cierto estilo asociado a la exageración, a lo “off”, al “ser impropio de las cosas”. La comunión exuberante entre lo artificial y el cuerpo que propone Narcissister se adecúa perfectamente, a mi entender, a aquel estilo que Sontag ubica en la fina línea entre lo simbólico y el puro artificio desprovisto de todo trasfondo. En continuación con la metáfora de la vida como un teatro, la unidad corporal no representa para la artista más que una mera ficción que puede ser subvertida, invertida y sobre todo, extremadamente divertida. Basta con observar la serie de absurdas “prolongaciones” maquinales que Narcissister le inventa al cuerpo humano: por ejemplo, la máquina masturbatoria en forma de bicicleta que abastece al usuario diferentes “satisfacciones artificiales” a voluntad. Bañadas de transgresión, descarada pornografía, sus performances se presentan como el hiperbólico reflejo de lo que es un cuerpo a los ojos del capitalismo industrial: un objeto sujeto a evaluaciones, mejoras y estricta gestión, colocado bajo los signos del exceso y de la búsqueda ilimitada del goce.
Mucho podría decirse sobre la obra desopilante de esta artista adepta de los maniquíes (como quien escribe) pero por el momento me interesa resaltar el uso del sonido en sus puestas en escena. Vemos repetirse en varias de ellas un ida y vuelta entre el ruido estridente de alguna canción ochentona y el silencio que señala el momento fulgurante de toma de consciencia, entre el goce maquinal del cuerpo y su repliegue repentino. El ruido de las máquinas anuncia así lo mortífero de ese mecanismo propiamente capitalista que preconiza una satisfacción inmediata, y que reclama una reposición perpetua de los objetos que deseamos, que se vuelven, por su parte, rápidamente obsoletos. Y si los objetos que deseamos son cuerpos puestos en escena, el prospecto de su necesaria reposición se revela bastante inquietante.
Se impone una lectura del maravilloso cuento de Felisberto Hernández titulado “Las Hortensias”, la historia de un hombre, Horacio, que disfruta de elaborar puestas en escenas de tintes eróticos con muñecas en tamaño “natural”. El relato comienza con la frase siguiente: “Al lado de un jardín había una fábrica y los ruidos de las máquinas se metían entre las plantas y los árboles.” (énfasis añadido). Van creciendo progresivamente las tensiones conyugales que el amor (por no decir obsesión) del protagonista hacia las muñecas no deja de ocasionar y que lo conduce en última instancia a la locura. Significativas son, en este sentido, las últimas frases del cuento, que narran el momento mismo en el que Horacio abandona su domicilio en búsqueda de un cuerpo animado de muñeca que se asoma por los arbustos. Es perseguido por su mujer, María Hortensia, que sirvió, incidentalmente, de modelo a la primera muñeca, a quien presta además su nombre:
Horacio cruzaba por encima de los canteros. Y cuando María y el criado lo alcanzaron, él iba en dirección del ruido de las máquinas.
El deseo de Horacio termina zozobrando en lo inorgánico, conduciéndolo por la vertiente mortífera de la vida hacia las máquinas que van rumiando bajito.
Me gustó mucho ver este arte y leer tus pensamientos!