No había espejos en mi casa familiar. Solo uno, sobre la pileta del baño; un espejo chico colocado a una altura incómoda que mostraba, cuando crecí, apenas parte de mi torso. Por eso no me conocí hasta mucho después y todavía hoy me sorprendo cuando me encuentro en fotografías o reflejado por casualidad en una vidriera: la imagen que veo, debo confesarlo, casi nunca me gusta.
Ya no recuerdo, en realidad, cuándo fue la última vez que me sentí cómodo con mi cuerpo, pero sí sé que la ropa fue desde que tengo memoria mi aliada contra esa molestia. Vestirse significa corregir a la naturaleza de un modo que me hace sentirme en control y por eso veo con gran escepticismo a todos los que, desde distintos lados, piensan en la moda, en los gestos, en lo aparente, con suficiencia: están mintiendo y, lo que es peor, se están mintiendo a sí mismos: desde mis insomnios adolescentes sentí que una sensibilidad atenta a esto (atenta a la diferencia, por ejemplo, entre lo que los otros ven y lo que ve uno) encuentra necesariamente placer en la superficie de las cosas, que fascinó a tantos artistas que admiro.
En una canción de Songs for Drella (1990), el disco que hechizó aquellos años, John Cale canta, memorablemente: “If you're looking for a deeper meaning, / I'm as deep as this high ceiling”. Está poniéndose en el lugar de enunciación del Drella del título, Andy Warhol, rey de las respuestas evasivas, del distanciamiento, de una performance vital calculada que me resulta intrigante, cautivadora. En el cuento “The Red-Headed League”, de Arthur Conan Doyle, Sherlock Holmes dice: “cuando más rara es una cosa, menos misteriosa resulta ser”; algo así pienso en relación a este hombre de gustos ordinarios y lenguaje hermético. En su caso, como la carta robada en el famoso cuento de Edgar Allan Poe —para seguir explotando las conexiones con historias de detectives—, el secreto se encuentra, sin embargo, a la vista de todo el que quiera (y pueda) verlo.
Hace un par de semanas, mientras escribía el post anterior, me encontré con esta fotografía, en la que Annie Leibovitz capta un momento en la vida de Diana Vreeland y Warhol en 1976, cuando todavía eran amigos. Olivia Laing, la autora del artículo de The Guardian de donde la saqué, la comenta con ingenio:
La cámara capta la torpeza de Warhol y la monumental autosuficiencia de Vreeland, su fanática atención al detalle. ¿Se está sacando la base? ¿Corrigiendo las pinceladas de rubor que solía llevar en la frente, los pómulos y los lóbulos de las orejas? A los dos les encantaba el maquillaje. De hecho, ambos se habían creado a sí mismos, dos milagros de la autoinvención, los árbitros reinantes de la belleza, la celebridad, el éxito y la fama en Nueva York
Esa construcción de uno mismo, típica de las visiones que tenían los siglos XIX y XX del estilo personal, implica un acto muy consciente del disfraz que solo pueden llevar adelante como proyecto las personas que tienen una relación muy especial muy consciente con sus cuerpos, sobre todo aquellos que, por demasiado hermosos o feos o diferentes o incómodos los han visto frecuentemente comentados por los demás, ya sea con palabras de halago o de desprecio. Este último era el caso de los retratados: como cuenta Laing, si bien sus historias eran muy distintas, lo que ambos compartían era “la certeza de su propia fealdad, su miserable fracaso a la hora de ser atractivos”:
La despampanante madre de Vreeland apodaba a Diana “su pequeño monstruo”. En una entrevista concedida un año después de que se tomara la fotografía de Leibovitz, Diana dijo que de niña se creía “la cosa más horrible del mundo”.
Lo mismo ocurría con Andy, calvo, de nariz bulbosa y con manchas. Habían triunfado por pura voluntad, reduciéndose a elegantes caricaturas: Andy con su peluca y su traje de Brooks Brothers, Diana vestida de escarlata y con el pelo negro como una gorra
Esa fealdad asumida, trabajada, pulida y sublimada con la producción lenta de un gusto particular, de un criterio, produce, por su propia convicción, una belleza nueva: cuando publica el perfil de Barbra Streisand en Vogue, llamando la atención principalmente sobre su atributo más “discutido”, Vreeland no está diciendo “bancate ese defecto”, sino que está, al contrario, poniendo el énfasis de tal modo que Streisand se vuelva hermosa por su nariz, y no a pesar de ella; similarmente, cuando Warhol transforma a través de la palabra a cualquiera (pero no a cualquiera) en una superstar, crea algo deslumbrante, poderoso, donde hasta el momento no había nada.
Pero el trabajo con el cuerpo (la pose, el movimiento, la manera de elegir y de llevar la ropa) es infinito, porque el cuerpo, como es sabido, cambia. Cambia no solo físicamente, sino también en nuestra mirada: todavía me asombra encontrar ropa comprada hace quince años, casi sin usar, tres talles más grande que el mío ahora y siempre y aunque ya llevo un año conviviendo con ella, la cicatriz que atraviesa entero mi pecho todavía se me aparece como la entrada a un universo incógnito.
Tal vez por eso, más que las fotos de Richard Avedon tomadas poco después del ataque de Valerie Solanas el 3 de junio de 1968, hoy me conmueve esta otra de Richard Levin, de mayo de 1981, en el que el cuerpo de Andy se ofrece como si fuera sin querer, un involuntario ecce homo en la consulta médica:
Esta supuesta “vulnerabilidad”, esta candidez no debe, no obstante, engañarnos: nada más practicado, para el buen trickster, que la espontaneidad.
Sé perfectamente de lo que hablo.
En general no soy muy amigo de ver música en vivo, pero por distintos motivos en las últimas dos semanas vi a Destroyer y a Lust for Youth, una banda que me recomendó Spotify hace algo así como un mes y he escuchado muchísimo, sobre todo su canción “Lungomare”.
A pesar de mi reticencia inicial, realmente los daneses dieron un espectáculo, en el Supersonic, que logró sacarme por completo de mí mismo por el tiempo que duró el show (cosa que, teniendo en cuenta mi ansiedad, no es poco).
Nada tiene que ver con nada, pero hay cosas que sí, y el nombre de la canción me hace pensar en un libro muy peculiar de una escritora sobre la que últimamente, y a pedido de distintas personas, he escrito bastante: se trata de Orfila Bardesio y en especial de su libro Canción, que hasta hace poco estaba disponible en el maravilloso portal Anáforas y ahora ha desaparecido. Dejo constancia, sin embargo, de estos versos finales:
Está la lluvia.
Están las estrellas, Mar.
Descansa un poco en Montevideo.
Oculto en mis costumbres
no eres importante.
Y, para cerrar esta cartita dominical, no quiero dejar sin nombrar el hecho de que este jueves se cumplieron 30 años de Erotica, uno de los grandes discos de Madonna, que para celebrarlo sacó un EP con varios remixes de “Bad Girl” y “Fever”.
Consejo: escuchar “Deeper and Deeper” y después “Toxic”, de Britney Spears: por algún motivo se llevan muy bien.