Hace muchos años que vengo jodiendo con las sillas. Empezó en algún laburo en el que me tuvieron esperando el tiempo suficiente para que me pusiera a dibujar los objetos que tenía más inmediatamente disponibles a la vista y desde ahí, como por una oscura ley de atracción emitida por alguna doctrina en la que no creo, nunca dejaron de aparecérseme. Mi amiga María Eleonora conserva al día de hoy la primera que dibujé, una modesta silla plegable que me acompañó en la espera de una de las primerísimas pruebas de ropa que hacía en Buenos Aires. Ese día conocí a María Eleonora, y también conocí la tácita complicidad que con los años vendría a desarrollar con mis otras amigas, las sillas.
Las hay de todo tipo: sillas célebres, sillas lujosas, sillas apiladas, sillas de formica, de plástico o de madera. Me fui enterando de la identidad de muchas de ellas a raíz de comentarios a mis regulares crónicas en Instagram, comentarios que la gente me devolvía ansiosa por transmitir saberes tan específicos como que las sillas de resina que me encontré en el Bois de Boulogne se llaman Tiffany, o que las típicas de bistró parisino son marca Thonet y son carísimas.
Sin embargo, salvo alguna que otra, la mayoría de las sillas que alguna vez retraté permanecen anónimas. El hecho de dibujar una silla tiene para mí más una finalidad terapéutica que un interés historiográfico, documental o artístico por el modelo en sí. Hay algo muy rápidamente accesible en este objeto que lo hace ameno al ojo (para el que dibuja, esto es una evidencia). Cuatro patas, un asiento y un respaldo: principios elementales que dan lugar a una infinita variedad de formas; elementos básicos para componer una superficie sumamente sólida en la que uno va a depositar con confianza todo el peso de su cuerpo.
Porque la silla es, primero y principalmente, sinónimo de reposo. Es una pausa, un paréntesis en el estar de pie de la vida, necesaria puntuación en el idioma del andar. ¿Cuántas veces nos encontramos, por ejemplo, en un museo, codiciando silenciosamente las sillas de los guardias de seguridad?
Pero la silla no es siempre vista con ojos amorosos. Lin-Tsi teorizaría al “hombre verdadero” como un “hombre sin sillón”, aquel cuya verdad se encuentra por fuera de la función social que le ha sido asignada, simbolizada por el sillón. La verdad del hombre se encuentra de pie, en una posición propicia a engendrar el movimiento. Entonces el sillón, la silla, vienen a encarnar la quietud, la seguridad y la estabilidad que el orden social nos propicia, invitándonos a sentarnos en un rol definido e identificable. Seguidor de las enseñanzas de Lin-Tsi, Jacques Lacan invitaría a sus alumnos, a modo de apertura de su primer seminario, a ir a buscar ellos mismos las respuestas a sus preguntas en el estudio de los textos; a abandonar la solidez de sus sillones, es decir, a rechazar la aparente estabilidad de cualquier sistema ya armado, en el que se aloja silenciosamente el dogma.
Siguiendo esta misma línea de pensamiento, las sillas de cabaré que ofician de mudas parejas a las encendidas bailarinas, como en el film de Bob Fosse, son la expresión de otro tipo de pasividad asumida. Las veremos protagonizar silentes un espectáculo tras otro a lo largo de los años veinte y treinta y después. ¡Quién pudiera ser silla para que Liza Minnelli le baile encima al ritmo de “Mein Herr”! En sí, una silla no es más que un mueble ordinario, pero basta con que Marlene Dietrich se siente al revés en una para que este objeto tan banal se convierta en su perfecto partenaire en El ángel azul (1930): no se necesita más que un par de muslos abrazando el respaldo para encender el imaginario de toda una generación.
La cuestión es que después de mucho retratarlas, se me hizo evidente que tenía que grabarme una, de alguna manera, en la piel. Opté por la popular técnica del tatuaje. Se impuso entonces la pregunta urgente: ¿qué silla tatuarse? ¿Cuál de todas iba a ser la silla que me acompañara a todos lados, la que vendría a identificarme, aquella que existiría en el paisaje de mi cuerpo para siempre? Como bien venimos viendo, las sillas pueden ser muchas cosas: ¿qué iba a ser esta? ¿Un símbolo de algo, el recuerdo de un momento, un simple antojo? Pensé en una Monobloc, maravilloso “objeto sin contexto”. Pensé en una reposera, guiño a mi queridísima Mar del Plata, pero me puse a dudar si la reposera puede ser considerada una silla. ¿Y una butaca es una silla? ¿Qué es una silla? Estos pensamientos me propulsaron hacia cuestionamientos de orden filosófico que no ayudaron en nada a la elección de un modelo para el tatuaje, pero sí me facilitaron ideas mucho más interesantes.
“Una silla todavía es una silla / Incluso cuando no hay nadie sentado”, canta Brook Benton en la primera estrofa de “Una casa no es un hogar” al inicio de la película de 1964 que lleva el mismo título. La canción sigue: “Pero una silla no es una casa / y una casa no es un hogar / cuando no hay nadie ahí para abrazarte fuerte / y nadie te puede dar un beso de buenas noches”. Basado en la autobiografía de Polly Adler, el film relata el ascenso casi casual de una inmigrante de origen ruso a la cabeza de uno de los prostíbulos más concurridos de los locos años veinte en Nueva York y, en el camino, deja entrever la virulenta realidad de las trabajadoras sexuales en aquella época.
Tras la muerte por sobredosis de una de sus chicas, Polly se encuentra sumida en la más dramática de las contradicciones: aquella de quien ha atentado irreversiblemente contra sus propios estándares morales, sin saber muy bien por qué. Entrelazada a la trama principal, la historia de Lorraine retuvo particularmente mi atención. La prostituta que “inicia” a Polly en la administración del burdel, constata también la extrema violencia, estigmatización y soledad a las que ella misma y sus compañeras están libradas. Durante un festejo de año nuevo que, faltas de clientes, las chicas y sus madamas pasan solas, una lacónica Lorraine lamenta descorazonada el destino de las prostitutas, sin familias con quien festejar las fiestas y sin otro proyecto para el año venidero que el de vender sus cuerpos, todo esto atornillada a una silla con apoyabrazos estilo Louis XV. “Dime una cosa, ¿qué tenemos nosotras para celebrar?”, increpa a Polly la rubia mientras se va hundiendo más y más en el satinado respaldo. El momento climático del film es este: la prostituta se arroja al borde del asiento, en una posición depredadora, “revelándose” contra su proxeneta. Al sonar las doce, abandona su sillón sumariamente, se dirige al balcón sin mediar palabra y se arroja por la cornisa, no sin antes tomarse el último trago de champán y desearle feliz año nuevo a una Polly desquiciada e impotente. Así rechaza Lorraine la fatal casilla que la sociedad le ha asignado, su sillón Louis XV de burdel, haciendo eco, quizás sin saberlo, a las enseñanzas de Lin-Tsi.
A propósito de esa silla, de esa casa, Polly pondera hacia el final de la película: “Durante todos estos años he ayudado a mujeres a degradarse y venderse. En el lucrativo negocio de suplir el apetito de los hombres, he corrompido mi propia condición de mujer. Sin importar las razones de mi decisión ignorante inicial, mi miedo y avaricia subsecuentes me han destruido. En mi casa llena de gente fijé mis riquezas en la soledad y la desesperación, y nunca tendré un hogar”. Porque un hogar no es, como dice la canción, ni las sillas, ni las paredes, sino el espacio que estos objetos delimitan y las acciones que en él se desarrollan. Un hogar es el vacío rodeado de paredes que llamamos casa, un vacío que no es la “nada” sino una instancia efímera, intangible, puramente afectiva, de abrazos y besos de buenas noches —esos mismos a los que Polly renuncia para ser madama. Lin-Tsi hablaría de la “consistencia del vacío”: en ese sentido, Una casa no es un hogar también se revela una búsqueda frustrada de la consistencia de un hogar. (Esta hipótesis, si bien es interesante, nos deja una parada más allá de donde estábamos yendo).
Llegados a este punto del texto, resulta un poco vergonzoso que no hallemos todavía una definición satisfactoria de una silla. El artista estadounidense Joseph Kosuth nos propone tres: su obra Una y tres sillas (1965) consiste en una silla de madera, una foto de esta, y una ampliación fotográfica de la definición de la palabra “silla” en el diccionario.
Estamos efectivamente ante tres sillas: el objeto, su representación (la fotografía), y su referencia en el lenguaje (la palabra que la designa y su definición). Siendo una de las primeras obras conceptuales del artista, Una y tres sillas se pretende una investigación en torno a la naturaleza del arte. Asimismo, se trata de una reflexión, a través del arte, sobre el triple código de aproximación a la realidad: tres maneras (objetual, visual y verbal) en la que la “realidad” se nos presenta. Pero ¿cuál es la verdadera silla? ¿Es acaso la silla fotografiada menos “real” que el objeto que inmortaliza?
Si le preguntásemos a Platón, nos diría que ninguna, que la verdadera silla es aquella que existe no físicamente sino como εἶδος [Eidos], como “Forma”. En el Parménides, Sócrates explica que a cada cosa le corresponde una Forma que nos permite reconocerla, pensarla como tal. Se trata de un “modelo” al cual todos los objetos que existen físicamente en el mundo, o en una fotografía, o incluso en el lenguaje, se asemejan: una silla ideal y tres (o tantas más) “copias” de la silla. Las Formas habitan en lo que Platón llama “el mundo de las Formas”. Intangible pero inteligible, un plano al que solo puede acceder uno con el alma, como bien sugiere Sócrates, sin por lo tanto explicar cómo. ¿Una silla a la que uno solo pueda acceder con el alma…?
Entretanto, encontré un dibujo bastante lancónico de una de las sillas en la casa de mis abuelos en Martínez. Por el año 2019 aún viajaba muchísimo por trabajo y aprovechaba cada oportunidad para sentar breves bases en Buenos Aires. En esa casa, en un comedor que sólo usamos cuando somos muchos o en las fiestas, hay unas sillas de madera oscura que aparentemente fueron traídas de Estados Unidos y que me parecieron siempre muy pitucas. Sin embargo, en el retrato que alguna madrugada le dediqué a la anónima silla que guardan en la habitación de huéspedes —la única separada del resto—, hay algo de profundamente introspectivo, como una invitación silenciosa a sentarse a pensar.
Cuando mi tatuadora, Magenta, me preguntó qué silla quería, instintivamente le mandé esa imagen, sin saber muy bien por qué. El dibujo que me devolvió era la misma silla, pero en líneas simples y bloques de negro. Contrariamente a la otra, esta silla tenía un carácter sumamente ligero y alegre, una puesta en perspectiva necesaria que le otorgaba una dimensión casi lúdica a la primera silla, tan seria. Me pareció el perfecto punto final a una reflexión sobre sillas que se me estaba haciendo interminable y que me parece embarazoso evocar cada vez que alguien me pregunta, al ver el tatuaje (como debe sucederle a toda persona que se haya hecho un tatuaje alguna vez): “¿Por qué te tatuaste una silla? ¿Qué significa?”, a lo que me dan ganas de responder que, por una fascinación inexplicable, por fetiche o por una inquietud existencial que nunca encontrará la formulación justa, no me queda otra que darles vueltas interminables a ciertas cosas, y esperar que esta cháchara que revoleo para todos lados en el proceso sea legible e interpele, quizás, a alguien.
La mayoría de las veces respondo que no sé, que me lo hice porque tenía ganas.
Será la silla, acaso, una pausa para reencontrarse con uno mismo? Un objeto que convoca a un acto de honestidad furtivo, provocado por el deseo inconsciente de parar la pelota y barajar de nuevo, en donde la silla, inerte y latente, oficie allí de abismo, de espacio uterino, efímero y eterno, y nos invite a reflexionar sobre el indescifrable y fascinante misterio de nuestra existencia?