Motivado por las recientes discusiones en torno a la “identidad” y el avance de un pensamiento refractario en relación con las personas trans, volví a un texto que escribí hace un tiempo tras leer unas afirmaciones sintomáticas (y bastante delirantes) de Camille Paglia que había quedado como borrador, revivido ahora a su vez por mi reciente visita al Centro Pompidou y, fundamentalmente, a la brillante exposición “/ Allemagne / Années 1920 / Nouvelle Objectivité / August Sander /”, sobre la que tal vez escriba un poco más adelante.1
Cuando todo tambalea, la mirada se posa sobre lo indefinido. El “hermafrodita”, el “andrógino”, lo que está entre géneros y sexos: ahí se fija la vista, en esos cuerpos ni-una-cosa-ni-la-otra se cifran las culpas, es la llamada degeneración. El gesto, que parece tan evidente, viene de todas partes. Me detengo, como al pasar, en tres películas muy distintas, pero unidas por un hilo rojo: El ángel azul (1930), dirigida por Josef von Sternber y basada en una novela de Heinrich Mann, La caída de los dioses (1969), de Luchino Visconti, y Cabaret (1972), de Bob Fosse, basada en una novela de Christopher Isherwood.
La primera, como se sabe, es la que crea el ícono: Marlene Dietrich y la silla. La historia es conocida. Un oscuro profesor abatido por la abulia de sus alumnos cae en un cabaret y se enamora de Lola Lola, la bailarina que encabeza la cartelera, de una manera loca y perversa que lo hace perder su estatus, al punto de convertirse en payaso (literal) de la troupe de las “locas”. En la caída del educador, que pasa de los monólogos de William Shakespeare a las coplas satíricas y sensuales que susurra la Dietrich, queda dibujado un destino humano y el de un país, Alemania, que iba encaminado al período más atroz de su historia. Visconti, por supuesto, utiliza la imagen y pone ya desde el principio al abyecto e iracundo personaje de Helmut Berger travestido a interpretar una Lola Lola mil veces decadente.
En ese bon vivant “desviado”, atormentado por su madre, pedófilo e incestuoso, se concentra para el director italiano todo lo que olía mal en la Alemania de los años 30: la Noche de los Cuchillos Largos, en efecto, es representada como una orgía homosexual, como si tras la apariencia sana del nazismo triunfante se escondiera un corazón corrupto… y gay. Fosse, de otra manera, retoma el tropo. El Maestro de Ceremonias es, en efecto, un personaje tan terrorífico como encantador y ambiguo: su figura distorsionada en la toma final será la corporización de ese mundo, de ese Berlín en decadencia en el que entra el ingenuo y dulce personaje de Liza Minelli, que se pierde en un trío bisexual y en las mil tentaciones de la civilización llamada decadente. El cuerpo joven, del teutón rubio que entona proféticamente “Tomorrow Belongs To Me” es por eso la contracara del hombrecito que le canta a una mona una baladita antisemita hacia el final terrible.
Por más que existan grandes diferencias entre las tres películas, hay una cierta equivalencia que se traza entre esa corrupción de la vida “normal” y lo que se viene en la historia. Por más críticos que sean con el nazismo, Visconti y Fosse no salen, en ese sentido, de su lógica, tan bien expresada ya en el guión escrito por la nazi Thea von Harbou de la película Metrópolis (1927), de Fritz Lang: simplemente cambian algunos roles…
Usando también la imagen de Babilonia de la que se había servido Von Harbou para la corporización de la decadencia con mil ojos de la sociedad que sólo podía ser salvada por ese cuerpo joven que uniera cerebro y corazón, un perseguido del nazismo como Stefan Zweig explicaba también el estado de cosas en la República de Weimar: “Se habían alterado todos los valores, y no sólo los materiales”, empieza el fragmento de El mundo de ayer (1942), y sigue un poco más adelante, “Berlín se convirtió en la Babel del mundo. Bares, locales de diversión y tabernas crecían como setas. [...] A lo largo de la Kurfürstendamm se paseaban jóvenes maquillados y con cinturas artificiales, y no todos eran profesionales; todos los bachilleres querían ganar algo, y en bares penumbrosos se veían secretarios de Estado e importantes financieros cortejando cariñosamente, sin ningún recato, a marineros borrachos. Ni la Roma de Suetonio había conocido unas orgías tales como lo fueron los bailes de travestís de Berlín, donde centenares de hombres vestidos de mujeres y de mujeres vestidas de hombres bailaban ante la mirada benévola de la policía”.
Si el desenfreno cabaretero sirvió como excusa, como símbolo, como chivo expiatorio, en 1974 Susan Sontag notó una nueva modulación, que vio también en la película de Visconti, y de la que dejó registro en un ensayo que se centraba en el cine de Leni Riefenstahl y en un libro llamado SS Regalia, de Jack Pia: el ya clásico “Fascinante Fascismo”, en el que sostiene que “Si el mensaje del fascismo ha sido neutralizado por una visión estética de la vida, sus adornos han sido sexualizados”.
Lo que denunciaba Sontag en su momento era, entonces, la vulgarización de lo nazi que devenía fetiche —no se imaginaba, claro, el revés romantizante de esta idea, que popularizaría La vida es bella (1997), de Roberto Benigni, y que tendría sucesoras en la novela La luz que no puedes ver (2015), de Anthony Doerr, o la película Jojo Rabbit (2019), de Taika Waititi. La pregunta de Sontag resuena, entonces: “¿Por qué la Alemania nazi, que fue una sociedad represiva del sexo, se ha vuelto erótica? ¿Cómo pudo un régimen que persiguió a los homosexuales convertirse en estímulo sexual gay?”. Hay, claro, cierto deslizamiento entre meramente usar cuero y soñar con ser poseído por un general de la SS: Sontag, por la propia fuerza de su estilo, no puede permitirse el matiz para llegar al final a una idea que será en todo caso central. “Los movimientos de derecha”, afirma Sontag, “por muy puritanas y represivas que sean las realidades que introducen, tienen una superficie erótica”. Ahí radica entonces su peligro. Esta sexualización de la política (Hitler, recuerda la crítica, pensaba el mando como dominio sexual, como violación) será entonces la contracara de la denuncia a la degeneración. Sontag, que por su parte aparece muy cautelosa con respecto a la extensión de las prácticas sadomasoquistas que buscan en el Tercer Reich su inspiración, nota que el fascismo se sirve precisamente de la libido para ejercer el poder (“We call it master and servant”, cantaría en 1984 Depeche Mode).
Estas cuestiones vuelven hoy, porque necesariamente aparecen allí donde se las busca. Quien en un momento se declaró la heredera de Sontag, Camille Paglia, denuncia que estos tiempos son, como la Roma a la que también refería con tristeza Zweig, decadentes: la transexualidad, según la crítica, es una marca del “fin de Occidente” (whatever that means). El hombre afeminado de nuestras sociedades, dice Paglia en Battle of Ideas, arroja a las mujeres desesperadas y a los jovencitos que no encuentran un guía a los brazos hiper masculinos de ISIS: como en el Berlín de los 20, en el siglo XIX que vio la publicación de los libros racistas de Arthur de Gobineau y el clásico Degeneración (1892) de Max Nordau, o antes en la relectura dieciochesca de la caída de Roma, la culpa es de los llamados “impuros”. Es ahí, en lo que se sale a la “norma”, que nace según la crítica la semilla de la destrucción de una civilización: tan poco y tanto. Como si esas personas, que apenas pueden vivir sus vidas con tranquilidad, tuvieran tiempo además para derribar los “valores occidentales”.
Sin embargo, hay mucho más que eso. El momento de quiebre institucional y moral tras la Guerra, que en Weimar propició una mayor distención a las normas burguesas que regían en la época, vio también el trabajo de Magnus Hirschfeld y su Institut für Sexualwissenschaft, que tenía una de las mayores bibliotecas sobre sexualidad de Europa hasta que los nazis la incendiaron y cuyas ideas llevaron a crear, por ejemplo, un carnet de identificación para que las personas transgénero pudieran circular tranquilas por la ciudad. Es decir que se trataba de un saber que surgía también de esa supuesta sociedad corrompida o, mejor, de la misma aparente corrupción. A menudo el que habita el borde, la falla, es el que señala lo que está mal, lo que a todas luces hace más desigual, menos libre, a una sociedad, y es por eso tal vez que resulta fácil recurrir a las trampas de los discursos sobre el libertinaje, la permisividad, el despilfarro, como si no hubiera, en realidad, una auténtica perversidad en la prohibición.
Finalmente, no fui yo sino Verónica quien escribió sobre la muestra