No todas las promesas de eternidad son iguales. La eternidad suele asimilarse a una facultad que tiene que ver con la vida, que corresponde a aquello que vive para siempre, dejando así fuera de juego a una masa incalculable de existencias que no dudaríamos en calificar lisa y llanamente como aquello que no tiene vida: las cosas. Estas calificaciones lisas y llanas no serían del gusto de un Jorge Luis Borges ya mayor que, presintiendo el final de sus días, dedica su soneto “Las cosas” a los objetos cotidianos que le sirven de “tácitos esclavos” y que lo sobrevivirán sin haber sabido nada de él, como si éstos tuvieran una vida propia (idea a la que suscribo enteramente). Una vida acaso eterna, pero que le es totalmente inaccesible. Borges evoca con cierta tristeza el hecho de que las cosas ignoran su existencia: en el amor por lo inanimado, se está completamente solo. Quizás sea la extrañeza que emanan los objetos, ignorantes de los afectos que pueden suscitar en aquellos que caemos en la (igualmente cuestionable) categoría de “sujetos”, lo que les confiere esa cualidad mágica que tantos autores y artistas a lo largo de los siglos no dejaron de percibir.
La semana pasada fuimos con Francisco a ver la exposición Les choses (Las cosas) en el Museo del Louvre, maravillosa recorrida por el arte de representar objetos desde la prehistoria hasta el día de hoy. Laurence Bertrand Dorléac, comisaria de la exposición, expresa justamente una voluntad de darle la palabra, en un mundo demasiado charlatán, a las cosas, poniendo en valor al género históricamente “menor” de la naturaleza muerta.
Género, por lo tanto, bien anciano: en la primera sala, nos recibe un simpático vaso chipriota con forma de granada que data del siglo XV a.C., flanqueado por unos grabados egipcios de diferentes alimentos que podrían haber servido de inventario a algún funcionario real 3000 años antes de Cristo. Frente a ellos, una proyeccion en loop de la escena final de Stalker de Tarkosvki viene a introducir, vía la telekinesis, una dimensión más bien literal de esta idea de que los objetos tengan vida propia, mientras que del otro lado de la sala se despliega una colección de cosas de todo tipo (documentos, juguetes, negativos, incluso pelo) pertenecientes a Christian Boltanski. El motivo de la colección reenvía al modo en el que estas obras disparates se yuxtaponen a lo largo de la exposición: el sentido global sólo emerge a raíz de la puesta en común de cada obra en su singularidad.
No en todas las épocas se practicó el arte de representar objetos de la misma manera. Entre la caída del Imperio romano (siglo VI) y el Renacimiento en Europa (siglo XV-XVI), la representación pictórica se reservaba en Occidente a los motivos religiosos: retratar objetos requería que se relacionen de alguna manera con lo sagrado. “Coraje, mis niñas, no desespereís (…) incluso en la cocina, deben comprender, que hasta entre las ollas camina el Señor”, decía Teresa de Ávila. Regla que aplica incluso fuera de Occidente: yuxtapuestos a diferentes imágenes de la religión católica, el contorno de una chancleta del Profeta musulmán y unas detalladísimas flores de la tradición budista ilustran la presencia de lo sagrado en lo cotidiano.
Vimos desfilar a lo largo de la exposición algunas celebridades (los perfiles frutales de Giuseppe Arcimboldo, la habitación de Van Gogh, la res de Rembrandt, un ready-made de Marcel Duchamp) y nos sorprendimos con algunos placenteros descubrimientos: pienso en el cortometraje absolutamente cautivador de Jan Švankmajer, “Las Dimensiones del diálogo”, que propone una mirada singular sobre los antagonismos imaginarios que ciertas clases de objetos podrían llegar a establecer con otras, o en un cuadro gigante de Gilles Barbier, cuyo uso minucioso (por no decir obsesivo) del gouache me tuvo mirando absorta durante largos minutos. Un despliegue virtuoso, por otro lado, del motivo de la acumulación.
Ya decía Marx que la mercancía, los objetos, aunque parecen “triviales”, encierran una serie de subtilidades metafísicas y finezas teológicas. Incluso llega a hablar, en el Capital, de una supuesta “alma de la mercancía”; seducido por esta idea, Walter Benjamin propone que si esta alma existiera, sería la más “sensible de todas”, puesto que el objeto apela a cada uno de los seres vivientes que se postulan como sus posibles compradores, buscando “acurrucarse” en sus manos. En una época donde la acumulación de objetos se ha vuelto el etos de nuestras sociedades industriales, cabe recordar que los objetos que caen en nuestras manos dicen muchísimo de nosotros, de nuestra manera de relacionarnos, de nuestros vicios y nuestros caprichos. A veces dicen mucho más de lo que nosotros podemos decir de ellos.
Maravilloso trabajo. Gracias por compartir tu talento. Gerardo