Hacer cosas con palabras
Cocinando con Teresa de Ávila, Juana Inés de la Cruz, César Vallejo y Pola Oloixarac
Cuando leí, en una de las paredes en la exposición del Louvre sobre la que escribió Verónica la semana pasada, la frase de Teresa de Ávila que ella decidió también comentar y se encuentra en el Libro de las fundaciones (1610), me acordé enseguida de otra de una monja no santificada, Juana Inés de la Cruz, nacida en México más de un siglo después de la iluminada Santa. Para Teresa —fundadora junto a San Juan de la Cruz de la Orden de Carmelitas Descalzos, que recordaba la pobreza de Cristo—, según expone en sus más deslumbrantes textos (entre los que se encuentran algunas de las mejores páginas de la literatura en español), la oración y la acción, lo espiritual y lo mundano, el mundo interior y el afuera no son excluyentes, principio que se puede ver con claridad en la cita escogida por el museo para acompañar su muestra sobre “las cosas”, parte de un consejo a sus discípulas:
no haya desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores; entended que, si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y exterior
La frase, por supuesto, tiene una fuerza impactante (que radica sobre todo en la palabra “pucheros”), y tal vez se encuentra en el origen de las reflexiones intensas, ya más seculares, de Juana Inés, que en su Respuesta a sor Filotea de la Cruz (1691), relata famosamente:
¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo a otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Por no cansaros con tales frialdades, que sólo refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito
La carta es una pulseada, llena de aparentes concesiones que son en realidad reclamos de libertad. Contestación a las recriminaciones que le había hecho, oculto bajo el nombre femenino de Filotea, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, la carta está llena de esas frases impresionantes en las que la hermana parece rendirse (“¿qué podemos hacer las mujeres sino filosofías de cocina?”) solo para contraatacar con una cita erudita a la que sigue un comentario irónico sobre, ni más ni menos, uno de los pilares del pensamiento occidental.
La cocina siempre me pareció un lugar fascinante: como Santa Teresa vi en ella la maravilla de la Creación y, como Juana Inés, la oportunidad de establecer una mirada sobre las cosas, los elementos, los procesos. Entre la repetición y lo nuevo, en la mezcla de uno con los productos, se termina siempre dando algo de sí y, eventualmente, tomándolo transformado. Y aprendí también la liturgia alimenticia, todo lo que se juega, más allá de la mera supervivencia, en una mesa. Recuerdo seguido el poema XXVIII de Trilce (1922), en el que César Vallejo escribe:
He almorzado solo ahora, y no he tenido
madre, ni súplica, ni sírvete, ni agua,
ni padre que, en el facundo ofertorio
de los choclos, pregunte para su tardanza
de imagen, por los broches mayores del sonido.
Enlutado, el poeta vuelve sobre el rito primigenio, “el facundo ofertorio / de los choclos”, invocando el adjetivo arcaico (dice la RAE: “Fácil y desenvuelto en el hablar”) para darle voz a una experiencia límite. Algunas estrofas más adelante, el poema pasa a mencionar una comida en otra casa, con otra familia que no es la suya, y de la que dice:
El yantar de estas mesas así, en que se prueba
amor ajeno en vez del propio amor,
torna tierra el brocado que no brinda la
MADRE,
hace golpe la dura deglución; el dulce,
hiel; aceite funéreo, el café.
Hay, como siempre en la cocina, metamorfosis, pero la metamorfosis es trágica. Los manjares no ofrecidos por la madre se vuelven inmundicias y la charla de un padre que no es el padre lo hace escribir “Y me han dolido los cuchillos / de esta mesa en todo el paladar”, ubicando el dolor precisamente donde reverbera el sonido de la voz y se retiene el agua antes de ser ingerida. Los alimentos cambian, toman nuevas formas tras pasar por la palabra poética, ese orden delimitado por los versos, por la breve enumeración que menciona y elide el verbo “hacer”. Y de hacer se trata más que nunca, de trasegar palabras y cosas.
Hace un tiempo, la escritora argentina Pola Oloixarac contaba en una entrevista a raíz de la publicación en inglés de su novela de 2019, Mona (que, ya que estamos, recomiendo), que lo que la había mantenido cuerda durante el confinamiento eran los libros. No cualquier libro, sin embargo, sino los de Yotam Ottolenghi, chef británico nacido en Jerusalem reconocido por su acercamiento contemporáneo a las comidas de Oriente Medio. “Seguir las recetas trajo una renovación completa de la experiencia de lectura”, cuenta Oloixarac en la web de la mítica librería californiana City Lights, “porque podía transformar las palabras de Ottolenghi y sus colaboradores en cosas inmediatas”.
Como en cualquier recetario, en los libros del chef las órdenes van articulando un discurso que se desarrolla de modo progresivo y busca un efecto inmediato, un cambio que tiene toda la corporalidad de un plato. “Muhammara”, así, pasa de ser un hermoso murmullo a volverse la salsa que ilumina la cena: el juego con los colores, las formas, los olores y la maleabilidad de los sonidos de los nombres, abren instantáneamente la cocina a sus posibilidades. Aparecen primero las palabras (harissa, pero también ajo, granada, limón, cordero, pucheros, MADRE, Dios) y con ellas, ni antes ni después, llega el mundo.