Me escribe un amigo para decirme que la poesía de Alejandra Pizarnik se puso de moda en Francia y me pregunta por qué recién ahora. Un poco en broma le comparto un artículo que estoy leyendo justo en ese momento y le digo: “Por esto”.
“The cult of the dissociative pout” se llama el texto en el que Rayne Fisher-Quann evalúa a su propia generación en torno al “dissociative pout”, un gesto que llama “el duckface de una era nihilista”. Si hace una década Kim Kardashian enseñaba a apretar los labios en una suerte de beso al aire que mediaba entre la cara y el celular que sacaba la selfie, ahora es Chloe Cherry —el nuevo gran descubrimiento de la serie Euphoria— la que sirve según la autora como rostro oficial de este “puchero disociativo”. Cuando en los 2000 surgía la selfie, agrego yo, lo distintivo era por su parte esa sonrisa un poco torcida que hace tan bien Paris Hilton en el emblemático capítulo 22 de la primera temporada de The O.C.
Tres etapas de un rostro en el que la boca ocupa siempre el centro, pero el mensaje cambia: de cierta alegría despreocupada post-y2k, un coquetería pícara, se pasó a una pose más explícitamente “sexy” y de ahí a un gesto de desasosiego que, como anota Fisher-Quann es también una vuelta atrás, a figuras emblemáticas de los apáticos 90 como Daria. Una buena dosis de ironía, un feminismo muy alerta y la aceptación del cercano apocalipsis son ingredientes de esta época que aparece entonces como un ambiente en el que Pizarnik tiene un lugar asegurado, aunque tal vez su vuelta no se agote en esta interpretación un poco superficial.
Yo, debo confesarlo, fui desde temprano desertor de su literatura cuando leí su poesía, que nunca me llegó, pero empecé a entenderla con sus textos más íntimos y me maravillé con su prosa, sobre todo con La condesa sangrienta (1966), uno de mis libros favoritos. Hace unos años, en plena incomprensión, escribí en Facebook:
En esta entrada del 25 de agosto de 1962 de su Diario, Pizarnik resume el centro de lo que, para mí, está mal de su literatura y de lo que está bien de la literatura de Duras: “Otra cosa que me dolió fue encontrarme ayer con Marguerite Duras, feliz con sus cuatro baños diarios en el mar, hablándome de sus amigos, de su hijo, de su perro, de comida, de autos sport, y todo comentado sin angustia, sin frases definitivas, sin literatura, como lo hace alguien que pertenece a este mundo y participa plenamente de él. Y yo siempre tan lejana, tan al borde del abismo, sintiendo un dolor agudo cuando me baño en el mar, sufriendo bajo los rayos del sol, queriendo morir de tristeza cuando juego con los niños de X., sintiendo con todas mis fuerzas que no puedo vivir, que estoy tensa y deshecha, un despojo humano, una depresiva ni siquiera maníaca pero inapta para todo”
Son palabras terribles, las mías, hijas de una profunda confusión, que hoy apenas podría corregir: rodeado como he vivido mi vida adulta de personas depresivas, no he sabido nunca realmente entenderlas. Pero hay algo en esa cita, algo “puramente” literario, que me impresiona, esa necesidad de frases definitivas en la que no puedo encontrarme de ningún modo y que pienso, sí, como aquello que nos separa a Pizarnik y a mí como lectores, yo mismo tendiente hacia lo que no dice, a una literatura que no sabe nada, que se está buscando siempre.
Me choca, también, esa idea de la “integridad” que se basa en el carácter idéntico de la persona y sus libros: como si por escribir Moderato cantabile estuviera Duras para siempre condenada a la tristeza. Y recuerdo Normandía, las tardes lentas de Trouville, donde Duras veraneó y filmó tanto, y es ahí donde encuentro el centro de su escritura: en esa agua como gris, fría, mineral y a la vez llena de vida.
Pensaba en Duras, también, porque estando en Barcelona fui con una amiga a ver una muestra en La Virreina dedicada a ella que me hizo pensar en varias de sus obras y en su vida. Una parte, centrada en su activismo, recuerda cómo fue expulsada del Partido Comunista Francés por “ninfómana, arrogante y de moral suelta”, cómo en los 70 fue presa por protestar por la muerte de un trabajador a manos de un policía y su participación en el Manifest de les 343, donde un grupo enorme de mujeres exigían el derecho al aborto y, poniéndose en riesgo de ser perseguidas por la ley, confesaban haber abortado.
Pero sobre todo me sorprendió, porque no lo había registrado debidamente en su momento, su no participación en un manifiesto de otro tipo. En efecto, cuando tras la publicación del libro Le consentement (2019) de Vanessa Springora saltó el llamado “affaire Matzneff”, lo normal era encontrarse, en reseñas y artículos de opinión, con la lista de firmantes a su infame petición, publicada en 1977 en Le Monde y Libération, en la que se exigía un cambio en la legislación francesa en torno a las relaciones (pretendidamente consensuales) entre adultos y menores de edad. Los nombres, ciertamente, impactaban: Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Gilles Deleuze, Philippe Sollers, Catherine Millet, Louis Aragon, Roland Barthes, Jack Lang —futuro ministro de Educación y de Cultura durante los gobiernos de François Mitterrand (cercano, por su parte, a Metzneff) y de Jacques Chirac—, entre muchos otros.
A pesar de ese deslumbramiento de la prensa, en un artículo que escribí al respecto no listé a los firmantes y, por lo tanto, no lo hice con las abstenciones, que tanto me interesan hoy y que Matzneff mismo enumeró en una entrada de su blog: Michel Foucault,1 Xavière Gauthier, Hélène Cixous y, por supuesto, Duras. Hay algo en ese silencio activo (distinto, por ejemplo, a la obvia no participación de los que no fueron invitados) que me conmueve: un decir no que tiene, para mí, un inmenso potencial político, basado en gran medida, pero no solamente, en su discreción.2
Como esta es la décima entrega de mi cartita dominical, decidí abrir un nuevo espacio de anotaciones breves sobre cosas que pasaron en estos días por mi feed vital.
La primera de ellas es, por supuesto, Cher connard, el último libro de Virginie Despentes. Proclamado por sus editores como el “fenómeno de la rentrée literaria”, reavivó la discusión: ¿puede un mensaje revolucionario decirse de forma conservadora? Sus novelas, que logran a menudo escandalizar, son por lo general consideradas “literatura punk” por la prensa, pero a su vez no son —sobre todo estas últimas (las que le valieron la consagración definitiva y el ingreso a la Académie Goncourt)— demasiado arriesgadas en el plano formal y, más o menos, siguen los lineamientos de la novela más clásica imaginable (esta, sin ir más lejos, es una novela epistolar).
Sea como sea, lo cierto es que la disfruté mucho.
En segundo lugar: el arte de Ramón Casas. Estando en Barcelona me encontré con otra excelente exposición, esta en el Museu Nacional d’Art de Catalunya y bajo el nombre Modernismo(s), con profusión de obras del genio catalán, que pintado por Santiago Ruisiñol parece un hipster del que me gustaría ser amigo.
Y por último: ¡teléfonos!
A partir de la newsletter anterior me quedé pensando en cierta ubicuidad de los teléfonos fijos, wirefull, en el siglo de las manos libres. Como parte de lo que Simon Reynolds llamó retromanía los vemos constantemente en series “de época” como Stanger Things, pero me acordé también, en un plano menos mainstream, de la tapa del disco New Decadence (2016),3 de Michelle Gurevich, y de la del single You Make Me Wanna Die (2021), de Farah. Si se les ocurren más, me llaman.
Se recordará que recientemente Guy Sorman acusó a Foucault de pagar a menores por sexo en Túnez; su denuncia, cabe decirlo, no ha sido corroborada por nadie más
Sobre esto, en parte, escribía hace unos años con relación a un libro de Javier Cercas
Cualquier similitud con el nombre de esta newsletter no es mera coincidencia