El 10 de junio se celebró el centenario de Judy Garland, una de mis personas preferidas del mundo.
En estas semanas estuve mirando algunas de sus películas (entre ellas la impresionante The Clock, de Vincente Minelli, que tenía en la lista de las no vistas) y leyendo las memorias de Sidney Luft, su tercer marido, a quien en parte debemos la obra maestra que es la A Star is Born de George Cukor (roll over Lady Gaga).
Lo cierto es que hace años que celebro, a mi manera, este cumpleaños, ya sea escuchando sus discos o viendo otra vez clips de sus mejores momentos, y fui dejando una serie de comentarios por ahí (me refiero a esa tierra tomada que es Facebook, pero también al diario y a mi blog) que ahora decidí compilar y agregarle una suerte de poema que armé traduciendo frases sueltas de las emblemáticas cintas que Judy grabó para una autobiografía que no fue y un comentario corto a una de sus más icónicas actuaciones.
Sobre el disco Judy at Carnegie Hall
La elección de las canciones es irreprochable, el orden (al menos hoy) parece natural, como si una exigiera a la otra y cada cosa estuviera ahí puesta por un motivo secreto y casi divino. Todo en este disco da la idea de su frescura: los diálogos, los mínimos quiebres de la voz (sobre todo en “Somewhere Over the Rainbow”), las anécdotas que Judy cuenta con tanta gracia, con una autenticidad tan única y una propensión a la autoparodia y al humor que hacen que el instante parezca a cada momento vivo, realmente vivo.
Uno puede, de hecho, prácticamente ver lo que está sucediendo, sentir el espectáculo como en muy pocos discos y la voz de Garland, los músicos acompañantes, las intervenciones del público, todo queda en la memoria como un recorrido fascinante que trae al hoy unas horas de otro tiempo.
Sobre la película Judy, de Rupert Goold
En un momento de Judy la protagonista (interpretada por Renée Zellweger) es empujada al escenario. No ensayó, no durmió, tomó pastillas: no se sabe cómo va a cantar. Entra, saluda al público, empieza “By Myself” y, la verdad, los espectadores no sabemos si tenemos que aliviarnos porque todo salió bien o espantarnos porque, efectivamente, de Judy Garland no hay nada ahí.
Sigo pensando en lo desafortunada que es la película Judy. Su problema es (además de la voz de Zellweger, que no da ni por asomo la talla) que funciona de manera lineal: representa una vida en un esquema sencillo, que es el de casi todas las biopics actuales (salvo las mejores, como las que dirigió Todd Haynes). Este accionar 1:1 es en este caso un error grave, porque Garland se pasó haciendo su vida en film la mitad de su carrera, por lo menos.
Hace poco Liza dijo que no iría a ver la película y recomendó a los fans que, si querían ver a su madre, vieran sus obras. En este caso, el consejo supera el cliché: ver las películas de Judy Garland es ver, de muchas maneras, a Judy Garland, con todo lo problemático que es eso. Hay una escena, en esta película, en la que Zellweger, por ejemplo, habla con su hija por teléfono. Ella le dice que prefiere vivir con su padre. Todo eso parece vacío, acartonado, falso: para qué verlo, si en I Could Go On Singing Garland ya había vivido ese momento terrible tan hermosamente.
Mi mejor Judy
Todo empezó con una novela prohibida que se llamaba Los versos satánicos. Quise leerla porque supe que le había valido a su autor, Salman Rushdie, una condena de muerte, y todavía recuerdo cómo me fascinaron su escritura y la sensación de participar en algo peligroso y casi secreto. Al tiempo encontré otro libro de ese autor que ya se había vuelto una obsesión; se llamaba El mago de Oz. En él, Rushdie escribía con pasión sobre una película que yo había oído nombrar pero que nunca había visto, y decía que por ella se había vuelto escritor.
Al tiempo conseguí el DVD y también el libro que adaptaba, y quedé, como Rushdie muchos años antes en su Bombay natal, subyugado por esa adolescente que era apenas mayor que yo. Claro que conocía la canción principal, pero aun así recuerdo el impacto que fue para mí el cambio de sepia al deslumbrante technicolor que caracteriza al mundo maravilloso al que llegan, víctimas de un tornado, Dorothy y su perrito Toto.
“Siento que ya no estamos en Kansas”, le dice la niña a su mascota poco después de aterrizar con su casa sobre una bruja, y en esa frase condensa toda la belleza vital de esa película, que este año cumple 80. La frase, en efecto, funciona en varios niveles: por una parte, es el comentario de una campesina inocente, pero también es un guiño para el espectador, que se da cuenta al instante de que eso, definitivamente, no es el midwest norteamericano. Sin embargo, es así que empieza la magia.
Frances Ethel Gumm nació el 10 de junio de 1922 en la pequeña ciudad de Grand Rapids, Minnesota. En 1934 empezó su carrera en el espectáculo junto a sus hermanas y casi enseguida le cambiaron el nombre a Judy Garland. Un año después firmó un contrato con Metro-Goldwyn-Mayer, que la tuvo en su control durante tres lustros, en los que filmó una veintena de películas. Tenía 13 años cuando comenzó: no era niña ni adulta y, aunque su talento para la actuación y el canto era notable al instante, no tenía la belleza de las estrellas de la época, por lo que en general le darían los papeles de la «chica de al lado” o de la sencilla muchacha de pueblo que busca suerte en la gran ciudad.
Cuando filmó El mago de Oz tenía 16; la película, como se sabe, le valió la fama y (junto a su trabajo en Babes in Arms, uno de los muchos largometrajes que hizo con Mickey Rooney) un Academy Juvenile Award. Hoy la he visto muchas veces, hipnotizado por las icónicas zapatillas de rubí, inexistentes en la novela original. Acaso demasiadas, pero hay algo tan puro en ese homenaje a las artes escénicas (qué es Oz sino un director) que resulta imposible no querer volver.
Pasaron algunos años para que viera otras películas de Garland. La segunda, parte de un ciclo sobre la obra de John Cassavetes, fue A Child Is Waiting (1963), con Burt Lancaster y Gena Rowlands, en la que la actriz se destaca. Recuerdo con nitidez los días en que vi sus clásicos junto a Vincente Minnelli, delicadísimo director con quien se casó en 1945 y con quien tuvo a su primera (y más famosa) hija, Liza. Meet Me in St. Louis (1944) y The Pirate (1948) son obras cuyo poder permanece intacto. Sin olvidar la combinación virtuosa de actores, director y técnicos, de compositores y letristas (estamos hablando de gente de la talla de Cole Porter), lo cierto es que esa fuerza proviene mayormente de la actriz de poco más de un metro y medio que las protagoniza, dueña de una energía única.
Su vida, desde, en, por y contra Hollywood, fue de una violencia tormentosa. El trabajo exigente en Metro-Goldwyn-Mayer la acercó desde muy joven a las anfetaminas, que las estrellas tomaban para estar despiertas, y a los barbitúricos, que tomaban para dormir, y los problemas de drogas y alcohol, a lo que se sumaban sus traumas de peso y con su aspecto (que eran los problemas de las productoras, en realidad), la marcarían. Así, como varias otras actrices de su época, pero más que muchas de ellas, Garland vivió en dos registros: uno menor, personal, en el que el ruido de lo que se quiebra parecía venir desde adentro, y otro mayor, el de los titulares y la prensa.
De una forma creciente, lo privado, con sus problemas de adicción y sus divorcios, con el amor de sus fans y el éxito, empezó a impregnar sus películas. Easter Parade (Charles Walters, 1948), coprotagonizada por Fred Astaire, por ejemplo, sigue los pasos de una jovencita no muy agraciada que se hace famosa en el mundo del vodevil junto a un hombre talentoso y a la sombra de su hermosa ex. Como Garland, Hannah Brown obtiene un cambio de nombre y termina formando parte de la compañía Ziegfeld Follies. Esta relación, sin embargo, es más acusada en la maravillosa A Star Is Born, de 1954, dirigida por George Cukor y coprotagonizada por James Mason.
Con el cambio de nombre de rigor, Vicki Lester es una cantante de bar cuando la estrella Norman Maine la descubre y la ayuda a llegar a la fama, a pesar de su inseguridad. La actuación de Garland en esa película, en contrapunto con la desmesura de Mason, es de una precisión tal que es imposible no verla sin sentir la electricidad que se siente sólo ante la perfección. Garland, que parece estar siempre en piel viva, maneja los tiempos y el patetismo con sabiduría y, a la vez, regala grandes momentos musicales. Algo similar sucede en su último rol, como la estrella Jenny Bowman en I Could Go On Singing (Ronald Neame, 1963), en la que actúa junto a Dirk Bogarde y da algunas de sus escenas más conmovedoras, como esa en la que, sola con el teléfono, se enfrenta a las excusas que le da su hijo para no verla.
Garland, “la estrella más vieja de la historia, si se cuentan los años emocionales”, como la llama Kenneth Anger en su clásico Hollywood Babilonia, vivió el horror y el éxtasis de la fama y cuando murió de sobredosis, el 22 de junio de 1969, a los 47 años, parecía mucho mayor. Su personalidad entrañable y exagerada, expansiva y triste, su androginia y esa vida doble, en la que lo profundo y auténtico se esconde y lucha a cada momento por salir, tocaron desde temprano al público y la convirtieron en un referente para la comunidad gay, que veía sus propias luchas reflejadas en ella. Ese brillo, así, la sobrevivió, y hoy basta escuchar, por ejemplo, las grabaciones legendarias de su concierto en Carnegie Hall (1961) para encontrarse en estado crudo con toda la delicada potencia de una mujer que, para citar a Anger una vez más, caminó sobre las llamas demasiadas veces.1
Notas para una autobiografía
Me paso las noches sola hablando conmigo misma
a una máquina obviamente nazi,
estoy en una habitación, completamente sola
escribo y borro automáticamente
yo trataba solo ser una cantante
esa es la historia de mi vida
seguir aunque no sepas lo que está pasando
seguir hablando, cantando, sonriendo y grabando
mis heridas me gusta grabar
me hace sentir un poco tonta
no puedo encontrar mis lentes para leer las instrucciones
todos dicen que conocen a Judy Garland
y Liza me miró y me dijo “Yo no te conozco, mamá”
tengo la tenacidad de una mantis religiosa
nadie me preguntó
nadie me preguntó
y yo nunca me preocupé en responder,
porque las preguntas nunca fueron claras
somos yo y esta máquina, baby
Halloween y no Navidad
no puedo tomarme en serio porque si lo hubiera hecho habría muerto hace mucho tiempo
y yo no quiero morir
nunca conocí un elenco de gente con la que quisiera morir:
vas en un avión con gente leyendo el Reader’s Digest o lo que sea
y no querés morir con ellos
no hay esperanza ni oxígeno
en realidad no me importa nadie salvo yo
soy graciosa, atraigo…
los objetos inanimados me arruinan
una percha de alambre me pega en la nariz
mucha gente me pega en la nariz
tengo una nariz bastante linda
yo, Judy Garland, voy a hablar
“Get Happy”
Summer Stock (Charles Walters, 1950) es un sueño visual: una historia rural en la que un granero se transforma en escenario (That's entertainment!) para la transformación de su protagonista, interpretada por Garland, que sobre un cielo plano de tonos rosados y nubes diáfanas enloquece a un grupo de hombres de traje.
Ella está vestida con un saco de vestir, calzas negras, tacos y un sombrero de fieltro calzado sobre su ceja, en el punto más alto de su androginia, hermosamente equilibrada, cantando sin dudar entre los bailarines que van cayendo a sus pies, que intentan cercarla solo para fallar. Canta “Get Happy”, una canción gospel con una música que va desde momentos juguetones al drama de los vientos, y permite esos movimientos rítmicos, espasmódicos, de sus acompañantes, que se mueven como un solo órgano.
Judy se muestra en control absoluto, con sus inflexiones pícaras, el manejo perfecto de su cuerpo, del sombrero, el pequeño espacio en el que domina, en ese mundo de dibujitos animados en el que habita con tanta naturalidad. En la película, fuera del cuadrado de ese cielo está lo otro: las deudas familiares, la relación con la hermana, el futuro, los ritmos del campo, el trabajo, el matrimonio, y, más allá, lo que llamamos “realidad”, nuestras vidas, pero ahí hay algo que perdura. Una fuerza dominante, en control.