Instrucciones para no dejar de fumar
El fracaso de la voluntad de Reyles y la obsesión por el cuerpo de Rodó
Hace unos meses comentaba sobre mi incapacidad de entender la depresión, una inhabilidad que me da impotencia y tristeza, porque revela mi propia dificultad para darme, también, ciertos espacios. Enfrentado a situaciones de ese tipo, algo me lleva a un voluntarismo idiota y hace que me sea difícil pensar que podría llegar a no poder salir de una situación adversa cualquiera: cuando el año pasado pasé un par de veces por el Centro de Tratamiento Intensivo de la hoy difunta Casa de Galicia, en un estado bastante grave, me costó asumir por eso que hay cosas que no dependen del todo de nosotros, que cuando decía que no podía caminar una cuadra sin agotarme no se trataba de que me estaba “rindiendo”, sino de que realmente había algo físico, más allá de la consciencia, que me lo impedía.1
Este problema personal con el tema de la voluntad, que percibo (sin poder salir, evidentemente, de su lógica de amos y esclavos) como debilidad, hizo que hace años, cuando lo leí por primera vez, me emocionara con el diario de Carlos Reyles, un escritor cuya literatura está bastante lejos de mis gustos habituales. Estanciero rico, buen mozo y culto, a Reyles solo le faltó la altura para ser un Adolfo Bioy Casares uruguayo, morocho, y mayor. Pintado por Ignacio Zuloaga en 1910, cuando ya superaba los cuarenta, el novelista corporiza la elegancia y el refinamiento viril según lo entendió su época, con su postura y sobre todo, creo yo, con el lado de sombra en el que queda una de las mitades de su rostro, en el que se lee una cierta arrogancia, una seguridad frente al mundo y sus principios.
En el virtuoso ensayo “La conversación de Carlos Reyles”, Gervasio Guillot Muñoz señala algunos de los principios rectores del retratado, siempre pronto para la acción:
“Yo vivo mis ideas”, gusta decir Reyles (pensando acaso en Rodó, que no salió de su biblioteca cuando escribió Ariel y Motivos de Proteo). Y añade: “Las vivo pasionalmente, aunque eso moleste a ciertos ideólogos de invernáculo y a algún pobre diablo eunuco y libresco…”
El sujeto, hasta ahí, resulta bastante desagradable, un gallito altanero y prepotente siempre dispuesto a anteponer la fuerza física por sobre cualquier cosa, un hombre maniqueo y burdo en sus distinciones pedantes entre reflexión y acto, capaz de decir cosas como “Yo prefiero la espada: su hoja es para mí una prolongación de mi brazo y una certeza de mi voluntad”, todas ideas que le hacen a su vez admirar la “decisión, energía, voluntad y carácter” en Benito Mussolini.2 Sin embargo, o comprensiblemente, además de bon vivant y novelista, Reyles fue, junto a José Enrique Rodó y Carlos Vaz Ferreira, como ha señalado Pablo Drews, uno de los primeros lectores serios de Friedrich Nietzsche en Uruguay.
La huella del filósofo alemán se ve en efecto en textos variados, ya sea en novelas como El terruño (1916) o en ensayos como los que componen sus Diálogos olímpicos (1917-1919). En La muerte del cisne (1910), dice, por ejemplo, resumiendo el credo nietzscheano:
La voluntad de dominación es el nervio del mundo: todo tiende a ocupar más espacio; la Vida, la única cosa sagrada, se dicta sus leyes y sus fines, que no tienen otro objeto que el de asegurar la triunfante expansión de la vida, lo cual entraña la adoración de la fuerza como origen y medida de todas las cosas, y el amor de la existencia, no como espectáculo transcendente y finalista, sino como espectáculo estético
Los tópicos de la fuerza y el espíritu agonista están, obviamente, muy presentes en el novelista, que busca, cómo no, superar a su maestro, ir más allá, dominar nuevos territorios. Es significativo, por eso, que este escritor de la voluntad, este hombre fuerte y vitalista que fue Reyles, pasara media vida luchando por enderezar su conducta, y particularmente, ponerle fin a su adicción al cigarrillo. El 15 de agosto de 1929 escribe desde la ciudad costera francesa de Arcachon:
Dejar de fumar en absoluto. No admitir, por ninguna causa, la posibilidad de fumar. Analizar el deseo para destruirlo, y complacerme en ello como ejercicio de energía. Entereza, serenidad, confianza. Ir a lo mío sin titubear. Desechar los sentimientos deprimentes. Conservar intacto el ánimo, y el espíritu libre de enojosas preocupaciones. No alterarme por nada. Delante de la suerte adversa mondar el pecho. Cuidarme como un parejero, moral y físicamente. Higiene rigurosa. Quiero estar fuerte, quiero vivir
Es un programa ambicioso (¿qué diría Jacques Lacan de la fantástica frase “analizar el deseo para destruirlo, y complacerme en ello”?) que no logrará llevar a cabo, al menos no en su totalidad. En su prólogo a los diarios del escritor, Carlos Martínez Moreno comenta: “Estas recetas de la voluntad, estos esfuerzos de autoconvencimiento abren el Diario y ponen una nota casi maniática, enrarecida desde su comienzo”. Es así: hay algo muy impactante en ver cómo Reyles vuelve una y otra vez a anotar sus claudicaciones y las consecuentes nuevas promesas: el 18 de ese mes escribe feliz que ha seguido hasta el momento con su programa (declarado apenas tres días antes) solo para apuntar que por ser domingo fumó; a pesar de ese día reforzar su compromiso, el 27 escribe:
He vuelto a claudicar. No tendré perdón de Dios si vuelvo a ceder. Es necesario que lea todos los días mi plan y que esté siempre alerta contra la tentación. Complacerme es destruir el deseo de fumar (o cualquier otro deseo nocivo para mi salud, o cualquier tendencia deprimente o proceder contrario a mi plan) como un ejercicio de energía y disciplina moral.
Se siente muy extraño ver a este hombre fracasar. A principios del 31 anota, nuevamente, haber caído. El 30 de enero de 1932 vuelve a escribir su “programa”, desde París. El 8 de marzo, como hastiado de sí mismo, confiesa: “Por millonésima vez: no fumar ni un solo cigarrillo más ni tomar café. Cumplir al pie de la letra el plan de vida y trabajo que me he trazado en varias páginas de este cuaderno”. Me conmueve la doble obstinación de Reyles por dejar de fumar y por no abandonar ese deseo. Me impresiona su espíritu, esa inquebrantable confianza en sí mismo, a pesar de todo. Escribe:
Considerar el mundo como un gran espectáculo y no parecer, sino ser un gran actor que tiene algo propio que decir. Conservar mi orgullo de aristas y acogotar mi vanidad. Ser simple y natural, pero cuidar la línea, la apostura, el carácter, el estilo de vida y el acento
Es un programa de vida típico del siglo, que bebe tanto de la tradición estoica como del budismo vía las enseñanzas de Arthur Schopenhauer. Su pulsión vitalista, por supuesto, incluye un absurdo: esa tensión entre una literatura “vivida” y una literatura de interior, de biblioteca, que Guillot Muñoz identifica con Rodó, escritor que podemos pensar en todo caso como un opuesto: un hombre de clase media que vivió asolado por los problemas económicos y una vida sexual enigmática y escribió libros que inspiraron a todo un continente.
No obstante, como ya dije, Rodó siente un franco interés por Nietzsche y el problema del voluntarismo. En notas preparatorias de su libro Motivos de Proteo (1909), escribe, pensando en la educación infantil: “El que quiere tener fe, concluye por tenerla. El que quiere encontrar ameno un estudio, concluye por conseguirlo. Etc. Por eso debe el educador siempre hacer de la voluntad su auxiliar”. La voluntad, una vez más, lo es todo, como indica ese relato monstruoso e impresionante que es “La pampa de granito”.3 En otra anotación, afirma Rodó:
La creación intelectual es enteramente análoga al acto voluntario. La voluntad se opone al instinto como la invención a la rutina intelectual. El automatismo, la imitación activa, y la iniciativa y la voluntad reflexiva corresponden respectivamente al hábito intelectual, a la imitación de las ideas, a la invención
A la vez que dice esto, el pensador afirma que “Lo más frecuente es que sea la voluntad subconciente la más fuerte: es ella, por consiguiente, la que dirige la sugestibilidad del ser”. Como contrapeso de esta atracción por lo “subconsciente” y lo oculto, hay en Rodó, expresada paradójicamente, una verdadera obsesión con el cuerpo que, como recuerda Sylvia Molloy —en el ensayo «Mármoles y cuerpo: la paideia sentimental de Rodó», incluido en el libro Poses de fin de siglo (2012)—, pasa a un segundo plano en Ariel (1900), donde solo al comienzo y al final se mencionan gestos físicos.
Esa empecinada ausencia marca, como en la figura retórica que se llama preterición, el lugar central que la corporalidad tiene para el autor, como se puede comprobar en su “diario de la salud”, que llevó paralelo a la bitácora de su viaje final a Europa, entre 1916 y 1917.4 En esto, claro, Rodó no está solo, sino que participa de un movimiento mayor, pues como define Michelle Perrot en el cuarto volumen de la obra colectiva Historia de la vida privada (1989), en el siglo XX
el cuerpo se había vuelto obsesivo en el corazón de la vida privada. La escucha de los signos oscuros de la cenestesia, el acecho vigilante de la tentación, la permanente amenaza a la que se cree sometido el pudor, la fascinación ejercida por la transgresión siempre posible, concurren a otorgarle ese valor
La compulsión católica con el pecado, que se viste de ropajes positivistas y aparece con otros nombres, la contemplación del cuerpo propio como algo ajeno, un otro enigmático y salvaje, la implacable racionalización (“analizar el deseo para destruirlo”), el pragmatismo y esa particular división entre la vida exterior (“real”) y la vida libresca van a definir, de distintos modos, el principio del siglo pasado, pero, por qué no, también este: ¿no hay algo de eso en las doctrinas del pensamiento positivo, del mérito, incluso en corrientes que supuestamente buscan cambiar la norma y para ello usan las viejas herramientas de la culpa y de la prohibición?
El otro Nietzsche, de la embriaguez y el hedonismo, le ofrece a Rodó una salida, es cierto, pero esta queda como una tensión trunca en su viaje ideal, como un destino soñado y para siempre perdido.
Sicilia, Sicilia, Sicilia. Empezamos, hace unas semanas, a ver la segunda temporada de The White Lotus (Mike White, 2021-) para descubrir con alegría que la acción se desarrolla en la isla del sur de Italia, un espacio que he frecuentado mucho con la imaginación. Casualmente, en estos días empecé a leer Taormine (2022), de Yves Ravey, un libro que tenía en los pendientes, y la ficción volvió a llevarme a esas playas que, en pleno otoño, quiero recorrer más que nunca.
Si el martes vimos Il Gattopardo (1963), el clásico de Luchino Visconti, y el miércoles L’Avventura (1960), de Michelangelo Antonioni, es porque hay deseos que es mejor alimentar.
Algo físico quiere decir, en lenguaje médico, un derrame pericárdico.
Esto lo digo hoy, que estoy a salvo de que me desafíe a un duelo y, factiblemente, me mate de un tiro.
Hace unos años escribí, en un ensayo por el centenario de Rodó, sobre el impacto que causó en mí la lectura de esta parábola.
Durante un tiempo, llevamos junto a @truatoa un bot en Twitter alimentado con frases de estos textos increíbles y minuciosos:
Si quieren que escriba algo más sobre este tema, háganmelo saber.
Más asociaciones libres.
Mientras leía vinieron a mi mente dos frases que siempre recuerdo por lo ocurrentes y por la pertinencia que tienen en al vida de una gran mayoría (vale hacer notar que la traducción va por mi cuenta )
“Dejar de fumar es muy sencillo , yo lo he hecho cientos de veces “ - Mark Twain
“Mi única debilidad son las tentaciones” - Oscar Wilde