La otra semana me quedé pensando en la inmensa cantidad de intérpretes europeas que, llevando su actuación, su danza o su canto, llegaron a América del Sur a fines del siglo XIX y la primera mitad del XX. Su impacto fue tal que, pienso, se podría hacer una antología de los poemas o cuentos que distintos escritores compusieron pensando en ellas, de las crónicas y entrevistas que les hicieron en cada paso de sus larguísimas giras, de las fotos que les sacaron en todas las ciudades y pueblos que pisaron.
Los textos de José Enrique Rodó o César Vallejo que cité en mi post anterior, por eso, son apenas una muestra, que no podría estar completa sin uno de los libros más emblemáticos del modernismo uruguayo: el Psalmo a Venus Cavalieri (1905), que Roberto de las Carreras le dedicó a la soprano italiana Lina Cavalieri.
El libro, en efecto, es icónico, como es icónica la aludida en el título, adorada por medio mundo en su época y todavía hoy.1 Este “testimonio de Venus en la tierra”, como la llamó Gabriele D’Annunzio, fue una mujer impresionante que, nacida pobre en el barrio romano de Trastevere (por 1874 mucho menos fashionable que hoy), llegó a lo más alto y murió en 1944 trágicamente (triste recurrencia), en un bombardeo. Aunque no estuvo en Montevideo (al contrario que su colega y co-estrella Enrico Caruso, que visitó tres veces la ciudad entre 1903 y 1917), su llegada masiva a los rincones más impensados del mundo se debió no solo a sus desplazamientos físicos, sino también la profusión de tarjetas postales o naipes con su rostro, las fotografías o ilustraciones varias que se publicaban en revistas y diarios o las reproducciones de sus retratos más famosos, imágenes que eran atesoradas con fervor por los miles de fans que admiraban con devoción a la diva.
Entre ellos se encontraba, por supuesto, De las Carreras, que le dedicó su elogio en páginas de esmerada factura. Como recuerda Marcos Wasem, el poeta tenía un marcado interés por la materialidad de los libros y establecía, según sus propias palabras, una relación íntima con aquellos que lo sorprendían sensorialmente, como es el caso de Pedras preciosas (1904), de Luiz Guimarães, cónsul brasilero en Uruguay. “Palpo el estuche”, dice el poeta lector en un capítulo de su libro Parisianas (1904), “Me impregno de su plástica melodía. Un vaho de sutil estetismo se desprende de sus páginas magnéticas; semejante al fluido del vértigo... ¡Es el perfume del cuerpo de la Musa!…”. Hay una auténtica puesta en escena del momento de contacto con el objeto, con la escritura entregada en tan lujoso receptáculo: De las Carreras se ve arrojado a una fantasía parisina y oriental a la vez, a una experiencia de lo sublime que buscará replicar con la edición de su Psalmo…, libro maravilloso de hojas púrpuras, letras capitales de oro, gran formato, cierre de raso y figuras de un delicioso decadentismo. Como afirmaba hace unos años Riccardo Boglione, este cuidado de la forma y del diseño, que fue leído por la tradición positivista de la crítica uruguaya como mero gesto de dandy, supone en realidad una forma nueva de pensar la relación entre autor, lector y obra. El Psalmo…, así, no es simplemente una declaración de amor, sino un monumento de amor, una ofrenda física del deseo. Lo corporal, tan central para la vida de la homenajeada, cobra un lugar principal en el pensamiento de un artista mil veces incomprendido.
Leyendo Super-Infinite: The Transformations of John Donne (2022), el ensayo que Katherine Rundell dedica al gran poeta inglés, me detengo en un capítulo dedicado especialmente a su relación con la moda.2 Las idas y vueltas entre los poetas y la ropa son conocidas: son famosas, por ejemplo, las reflexiones de Charles Baudelaire sobre el maquillaje y el vestir, como es sabido que Stéphane Mallarmé fue fundador de la primera revista francesa de lifestyle, titulada La Dernière Mode.
El caso de Donne, sin embargo, los antecede unos cuantos años (el inglés murió casi dos siglos antes del nacimiento de Baudelaire), y es muy ilustrativo de su carácter y de su tiempo. Si bien la vestimenta estaba muy codificada en esa época, sostiene Rundell, uno de los gravados que lo representan (copia de un óleo perdido posiblemente pintado por Nicholas Hilliard), lo muestra como poseedor de un estilo personal, a contracorriente de los mandatos de la época (que prescribían “colores tristes” para las vestimentas, y prohibían el uso de gorgueras, sombreros, botas, espuelas, espadas, pelo largo, barba, “modas extranjeras”, etc.), con el objetivo puritano de evitar toda “extravagancia”, todo “desenfreno”. El retrato del Donne de dieciocho años que se conserva lo muestra rompiendo, efectivamente, varios de estos preceptos: “Es el aspecto de un hombre que se deleita en la autoinvención”, dice la autora.3
Donne, conjetura la académica, piensa que nuestro modo de vestir dice lo que le pedimos a los demás, y ve a la presentación y la apariencia no como frivolidades, sino como auténticas armas en la lucha por ser, que siempre es ser ante los otros. El estilo personal, parece decir el poeta, es lo que importa, porque la moda es pasajera: el mundo, de esta manera, es lo que hacemos de él.
Esta semana estuve pensando mucho en The Waste Land (1922), de T. S. Eliot, a partir de una invitación al programa de radio que dirige Valeria Tanco, y me reencontré con estos versos que uní instantáneamente a un cuadro vuelto a ver el sábado, en el museo de la Orangerie:
…Only
There is shadow under this red rock,
(Come in under the shadow of this red rock),
And I will show you something different from either
Your shadow at morning striding behind you
Or your shadow at evening rising to meet you;
I will show you fear in a handful of dust.4
Aparentemente, Eliot podría estar haciendo referencia a un pasaje de la Biblia en el que se menciona una roca (Isaías 32:2), pero ahí no se habla de su color, que a mí me hizo pensar en el cuadro Le Rocher rouge (1895-1900), de Paul Cézanne. ¿Lo conocería el poeta?
Como muestra de la atemporalidad del interés, véase esta colección de vajilla de Piero Fornasetti.
Debo el conocimiento de este libro a Henry Oliver, que lo menciona en su lista de los libros que más disfrutó este año:
Donne y el libro de Rundell fueron mencionados por Andreas Kronthaler como inspiración para la colección primavera-verano 2023 de Vivienne Westwood, definida por Vogue como una oda al Renacimiento inglés.
La traducción de Andreu Jaume dice: “…Sólo / hay sombra bajo esta roca roja / (ven a la sombra de esta roca roja) / y te mostraré algo diferente / tanto de tu sombra por la mañana corriendo tras de ti / como de tu sombra por la tarde alargándose hacia ti. / Te mostraré el miedo en un puñado de polvo”.