Hace un par de semanas asistí a una parte de las jornadas que se celebraron en París en honor de los cien años de Trilce (1922, duh), de César Vallejo. Asediado, como siempre, por los mismos dos o tres temas que me importan de verdad, me resultó particularmente sugestiva la ponencia de Michelle Clayton, autora del libro Poetry in Pieces: César Vallejo and Lyric Modernity (2011).
Para resumir mucho, la presentación de Clayton se centró en la presencia del cuerpo en el poeta peruano, con la atención puesta tanto en su obra en verso como en sus textos críticos, los artículos sobre diversos espectáculos que escribió desde la capital francesa, y también en el relato de amigos suyos como Antenor Orrego. En Mi encuentro con César Vallejo (1989), comentaba la investigadora, Orrego cuenta cómo iban al anochecer a las ruinas de Chan Chan, donde Vallejo recitaba algunos poemas de los que en el momento estaba escribiendo, gesto que Clayton vincula a las performances de varias bailarinas contemporáneas que habían buscado con su danza revivir sitios históricos como la Acrópolis de Atenas, en el caso célebre de Isadora Duncan, o se habían vestido con ropajes precolombinos, como haría Tórtola Valencia, para darle una dimensión nueva a sus actuaciones.
Entre estas dos acciones, el 5 de noviembre de 1917 y motivada sobre todo por César Falcón y José Carlos Mariátegui, la bailarina Norka Rouskaya interpretó, para gran escándalo, la Marcha fúnebre de Frédéric Chopin en el Cementerio Presbítero Matías Maestro de Lima. El acto blasfemo (que llevaría a los organizadores, a Rouskaya y a su madre a breves estadías en la cárcel) no debió pasar desapercibido, conjetura la investigadora, para Vallejo; la artista, de hecho, actuaría poco después en Trujillo, donde por entonces vivía el poeta, como Orrego y otros bohemios. Clayton, con inteligencia, vincula estos sucesos: las experimentaciones visionarias, la danza de Rouskaya en el cementerio y la proclamación de Vallejo en las ruinas incaicas pueden ser vistas de este modo como expresiones nacidas de un mismo ímpetu.
Lo material, lo físico, se sabe, tiene en efecto un lugar fundamental para el poeta, que escribirá en 1927, en una crónica sobre los funerales de Duncan, “¿A qué más sino a carne puede aspirar el ritmo universal?”. En ese texto se unen el baile y la muerte, porque es el impulso dionísiaco de esta “Norteamericana de San Francisco”, danzando entre los monumentos de la Grecia clásica, lo que da vida a su performance inédita, a ese movimiento nuevo que nace de los restos arcaicos. En su autobiografía, como recuerda Kimerer LaMothe en su libro Nietzsche's Dancers (2006), Duncan cuenta:
yo había venido a traer a Europa un renacimiento de la religión por medio de la Danza, para elevar al público al conocimiento de la Belleza y de la Santidad del cuerpo humano mediante la expresión de sus movimientos y de ningún modo a bailar para distraer a los burgueses engreídos tras una buena cena
La rebeldía en las palabras de Duncan me atrae: “mi Reino”, parece decir, “no es de este mundo”. Me hace pensar en lo de siempre, en José Enrique Rodó, en su relación tan extraña con las artes corporales, en su búsqueda (por momentos a tientas) de la trascendencia. En la entrega anterior recordaba que Sylvia Molloy apunta la ausencia del cuerpo en Ariel (1900), vacío que podría mostrar precisamente, por su contrario, la importancia que tiene para el elusivo autor.
Hay un poema de Rodó —publicado en La Carcajada el 4 de enero de 1897 a instancias de Daniel Martínez Vigil, que lo envió al periódico sin el consentimiento del autor— que me cautiva desde hace años. Según Víctor Pérez Petit, los versos fueron compuestos en honor a Lola Millanes, quien presentó en ese tiempo un espectáculo de zarzuela en un pequeño teatro ubicado en el predio donde hoy se encuentra la Intendencia de Montevideo y antes había habido (sí, adivinaron) un cementerio. Tal como cuenta Pérez Petit, Rodó quedó muy impactado por la catalana y “para desfogar su entusiasmo” compuso la pieza que apareció en la prensa bajo el título “A…”, un texto muy menor que, sin embargo, tiene algunos versos memorables:
De pie sobre la escena,
desatada en ondas la profusa cabellera,
alta la sien, radiante la mirada,
como jovial emperatriz, impera...,
empieza, en un estilo un poco pesado, ceremonioso. Y sigue más adelante, multiplicando una vez más la presencia de modernistas puntos suspensivos:
Y, a cada giro de su cuerpo airoso,
las vueltas del mantón abriendo al aire,
semejan el ondear, raudo y glorioso,
de un pendón en las justas del donaire...,
para concluir con una cuarteta que inicia con dos versos enigmáticos:
En la ficción, el Arte ha modelado
su espíritu... Es ficción su vida entera...
Ese “enamoramiento” a través de la danza me inquieta, así como la sutil inmovilidad a la que lo lanza el hechizo; Rodó es un espectador mudo, soñador, estático, de esta mujer que tendrá (pero todavía no lo sabe) un destino trágico.1 En la peculiar lectura que hace de la actuación, todo está dado y la escena del primer verso aparece como un espacio de transformación, de cambio, en el que arte y vida se funden.
Dirá el uruguayo en un pasaje de sus Motivos de Proteo (1909): “Danza, en la alteza griega del concepto, es la vida, o si se quiere: la idea de la vida; danza a cuya hermosura contribuyen, con su música el pensamiento, con su gimnástica la acción”. Pero es en anotaciones preparatorias de ese libro donde Rodó establece las imágenes que me resultan más estimulantes, aunque el autor las descarte luego: una de ellas es la idea de un “tablado” (me encanta la palabra, tan vinculada al baile flamenco, pero también al carnaval) sobre el que hacen aparición las “personalidades” que cada uno posee. En el “cuaderno inicial”, escribe, por ejemplo:
Es ante mi
palaciocastillo interior hay también un bufón, un duende un trasgo maligno (Diferentes <personalidades que aparecen en el tablado;pero<(ileg.)>; pero sólo una aparece constantemente y con regularidad. Es la llamo Glauco.
Glauco es la clave de entrada a la sección más atractiva, para mí, de la obra de Rodó. Es el nombre de lo otro, de lo extraño, de lo embriagador:
Glauco tiene una faz intensa de luz, y otra de gracia autumnal: su allegro y penseroso. Pero esta faz velada y suave de Glauco, ¡cuán distinta es de la melancolía que nace de nostalgia y vaguedad de sentimiento! No es soñador este divino huésped mío; no llora ausencias en la escena del mundo. Mientras él no se posa en mi alma, ella cede a la irresistible atracción del misterio que nos rodea, al desasosiego que no se aquieta en los términos de lo conocido; y éste es uno de los más persistentes caracteres de mi pensamiento y mi sensibilidad
El “estado Glauco”, como notó Emir Rodríguez Monegal, es un arrebato nietzscheano, es el pase mágico de Rodó a los “paraísos artificiales”. En su recorrido, el pensador intenta, como quería Duncan, construir una nueva religión, un sentimiento nuevo que trajera la energía griega y, en su caso, la uniera misteriosamente con la caridad cristiana, para tal vez fundar un puente (imposible) entre una visión estética y una visión moral de la vida.
Pasé mucho tiempo metido en esos papeles que, gracias a la Biblioteca Nacional de Uruguay, son accesibles desde cualquier lado; mucho tiempo dándole vueltas a esa frase de Rodó sobre Henri-Frédéric Amiel, a quien describe como “Un alma que no se ha casado con un cuerpo, ni con una patria, ni con una vocación, ni con un sexo, ni con un género”.
Me parece el comienzo de algo.
Posdata (con sueño)
No suelo tener sueños interesantes, pero en estos días, mientras pensaba y leía estas cosas, tuve uno, en la noche del viernes al sábado pasado.
Soñé que se encontraba una estatua antigua de Ariel, el personaje de William Shakespeare que inspiró a Rodó, en una excavación en Grecia, pero no tenía cabeza. Yo me maravillaba, en el sueño, y comentaba, al leer la noticia, algo que recuerdo más o menos así: “problema resuelto: ahora piensa con el cuerpo”
La casa es un espacio en el que pienso constantemente y la idea de la casa embrujada, de la casa viva, de los objetos animados, me hipnotiza al menos desde que siendo niño vi The Sword in the Stone (Wolfgang Reitherman, 1963), con su escena en homenaje del sensacional corto “The Sorcerer's Apprentice”, de James Algar, que forma parte del clásico Fantasia (1940).
Hace unos meses vimos, después de muchos amagues, La Belle et la Bête (Jean Cocteau, 1946), que se volvió al instante una obsesión, y el otro sábado llegó Housu (Nobuhiko Obayashi, 1977) a unirse a esta lista, siempre creciente, de maravillas.
Lola Millanes fue una de las más de doscientas personas fallecidas como consecuencia del naufragio del transatlántico italiano Sirio, que iba camino, una vez más, de América.