A la gran alegría navideña, según dice T. S. Eliot en su poema “The Cultivation of Christmas Trees”, la sigue un gran temor, “Porque el comienzo debe recordarnos el final”. Algo de esto, como dije hace unos años (citando el mismo verso), es lo que me fascina de este tiempo de cierres y principios en los que se mezclan las memorias felices y las tristes. Cada 25 de diciembre, en mi casa atea se celebra la Navidad (la marca de una bisabuela católica no se pierde fácilmente) y el cumpleaños de mi abuelo materno, que murió hace ya dos décadas. Como puede adivinar cualquiera, esa muerte —el hecho singular que abrió en dos mi historia personal— enrareció las Fiestas. Años después me bauticé, por decisión propia, tomé mi Primera Comunión, me dejé encantar por esa narrativa, por ese sentimiento que podía sentir solo cuando pensaba en Él, por el Francisco que era (que soy) cuando me siento con Él1 y, aunque creo que no soy un buen católico, tengo mis rituales personales, una forma oblicua de hablar, de estar en contacto con lo divino, prácticas simples que me dan lo que por nacimiento no tuve: un modo de estar en dos lugares al mismo tiempo.
En estos días pasaron muchas cosas. Una de ellas fue que Argentina, un país que admiro y adoro, salió campeón del mundo en uno de los momentos más intensos de su historia, tan cargada de eventos. Lo que me gusta del país de origen de tantos de mis amigos y amigas, como uruguayo en general pragmático y racional, es su capacidad de abandonarse a la trascendencia, el placer de saberse parte de algo, una letra más en un libro grandioso que se escribe en el Más Allá.2 Esa pasión (que se manifiesta, en la vida cotidiana, como un deleite en lo aparentemente inútil, en vender el auto y dejarlo todo para ver una final de football) me impresiona, me da miedo y me atrae. Me fascina verla, y me cuesta. Mi cerebro batllista me impide dejarme llevar del todo, pero algo en mí quiso (incluso antes de que pudiera verbalizarlo) buscar puntos de fuga como el que encontré, siendo preadolescente, en la Iglesia.
En medio de esa euforia colectiva, en la que no faltó la mención totémica de los que ya no están, me enteré de algunas muertes, entre ellas la de Marcelo Cohen, escritor y traductor excepcional al que entrevisté hace unos años para un artículo de la revista Lento sobre las versiones uruguayas de William Shakespeare. No voy a enumerar sus logros, que están a la vista (sus excelentes traducciones, de verdad, están por todos lados), sino pensar más bien, como buen hijo de esta era, en mi reacción ante el suceso. Lamentablemente, me ha tocado sufrir la muerte de muchos amigos y personas cercanas en los últimos años, y mi reacción tiende a ser la misma: buscar hasta el fondo de los tiempos cada diálogo con esa persona que haya quedado guardado, hacer listas, intentar escribir todas las anécdotas que recuerdo —cómo nos conocimos, cuándo fue la primera vez que hablamos y de qué, qué películas vimos juntos, qué comida pedía cuando íbamos a un restaurante, qué me dijo aquella vez en la que me hizo reír, qué cosas me regaló para mis cumpleaños, cómo fue nuestro último encuentro, etc.
En el caso de las personas que, como a Marcelo, solo “conocí” vía mail y no fueron mis amigos, el proceso es más breve, porque no incluye horas de inmersión en los chats de las distintas redes sociales que usamos, sino un rato de leer nuestras interacciones a lo largo de los años (cuando le escribí por primera vez, en 2016, para pedirle la entrevista, nuestras idas y vueltas con las preguntas y nuestros tiempos acotados, cuando en 2018 volví a abusar de su inmensa generosidad y le pedí si me podía conseguir un ejemplar de su magnífico libro Música prosaica, de 2014, inhallable en Francia), pero no deja de ser emocionalmente agotador. Porque, a fin de cuentas, por más que no puedo y no quiero comparar las tristezas, enfrentarme a lo perdido me resulta siempre una experiencia durísima que me hace pensar en otros dolores, otras pérdidas y en la pérdida.
Hace unas semanas leía en el libro de Katherine Rundell al que hice referencia en la newsletter anterior que John Donne quemaba las cartas que había recibido de alguien una vez que esa persona había muerto. Para él, dice Rundell, una carta era “como una extensión de la persona viva” y, por lo tanto, debía dejar de existir junto con ella. Es un acto maravilloso (por suerte no fue imitado por sus corresponsales, que guardaron lo que les escribía su amigo poeta) que me resulta, por ahora, inconcebible. Internet es, después de todo, una memoria en la que todo vive en un presente eterno: ahí están los recordatorios constantes que arma Google para mostrarnos lo que hacíamos hace un año o cinco, la apabullante cantidad de historiales de conversaciones que se apelotonan unas sobre otras en las nubes, los comentarios, posts, tuits, que los que murieron dejaron en los todos rincones de la web.
Esto me produce, por supuesto, una inmensa ansiedad, y también alivio. Donne, dice Rundell, decidió abrazar y negar a la vez la muerte: conquistarla. La ensayista cita textos formidables (algunos tan famosos como el que empieza “No man is an island” y termina con “never send to know for whom the bell tolls; it tolls for thee”), versos y sermones en los que el predicador (antiguo católico que devino protestante pero no perdió la imaginería rica que recibió de su madre) trata a la muerte como un igual. Y si digo “un” y no “una”, como pide el español, es porque Donne refiere a la muerte, sin género en inglés, como un “He”. En su ensayo “La (el) visitante”, incluido en La casa de polvo sumeria (2011), Circe Maia recorre estas ambigüedades. Como se sabe, la muerte, en algunos idiomas, es masculina, cosa que Jorge Luis Borges nota por la vía negativa en el poema “Eclesiastés, I, 9”, que termina con los versos “Sólo una cosa no gustada espero, / una dádiva, un oro de la sombra, / esa virgen, la muerte. (El castellano / permite esta metáfora.)”.3
El paréntesis final, tan anticlimático, da cuenta precisamente de la posibilidades de la lengua, que “produce” una metáfora en principio improbable, por ejemplo, en el alemán, lengua en la que la Muerte podría ser, instintivamente, muchas cosas, pero no una virgen. Esto lo tiene en cuenta Maia, que traduce poemas del flamenco y del griego, en los que, al igual que en el sueco y el alemán, la muerte es una entidad masculina. Como nota Karl S. Guthke en The Gender of Death (1999), sin embargo, el hecho de que el sustantivo “muerte” sea masculino o femenino no ha impedido a pintores y poetas representarla del género opuesto al que su lengua prescribe o, como en el caso de Donne, asignarle el primero.
En todo caso, es significativo que Donne elija, sajonamente, masculinizar a la muerte, pero más interesante me resulta, para cerrar esta última carta de 2022 y primera de 2023, volver al principio, a un final que engarza comienzos y que tal vez le gustara a Cohen, que dedicó buena parte de su vida a la traducción. Rundell dice que el poeta, que vivió (como todo ser humano de su siglo) rodeado de muerte y vio la propia decadencia de su cuerpo, decidió, enfrentado a su propia extinción, superarla:
Cuando un hombre muere, un capítulo no es arrancado del libro, sino traducido a una lengua mejor; y cada capítulo debe de ser traducido; Dios utiliza muchos traductores; algunos fragmentos son traducidos por la edad, otros por la enfermedad, algunos por la guerra, otros por la justicia; pero la mano de Dios está en cada traducción,
porque si cada nacimiento debe, como advierte Eliot, recordarnos el final, también cada final encierra en sí una promesa de eternidad. O, para decirlo imitando el modo de Donne,4 de super-eternidad, mega-hiper-recontra-eternidad.
Mis amigas freudianas dirán, no sin razón, que cambié una figura paterna por otra. Mi padre, por si preguntan, había emigrado a Barcelona el año anterior.
En la marea anti-argentina que desató el Mundial, no faltó quien cuestionara el aparente machismo de Lionel Messi, que se refería a la Copa como “ella”; no hace falta decir que la crítica estaba escrita en inglés.
Rundell cita un sermón en el que Donne dice de Magdalen Herbert, que acababa de morir, que ahora estaba “in these new heavens and new earth, for ever and ever and ever, and infinite and super-infinite forevers”.
Emily Dickinson también refiere a la muerte como "He" – a lo mejor es una tradición en inglés, lo voy a averiguar:
Because I could not stop for Death –
He kindly stopped for me –
The Carriage held but just Ourselves –
And Immortality.
https://www.poetryfoundation.org/poems/47652/because-i-could-not-stop-for-death-479