Más disputas en el género
Pensar el género con Eugenia de Roma, Pierre Klossowski y Alessandro Michele
Hacia el año 183 nacía Eugenia de Roma, hija de un prefecto de Egipto cuya historia da para hablar en materia de androginia. Eugenia, que estudiaba la filosofía, se paseaba un día con dos de sus esclavos eunucos, Proto y Jacinto, cuando oyó los cantos de unos monjes cristianos. Cautivada, decidió unírseles y adoptar aquel estilo de vida, renunciando a un matrimonio concertado con un noble romano. Para ello, se cortó el pelo corto y huyó de su casa vestida de hombre, llevando desde entonces el nombre “Eugenio”. Dotado del poder de curar a los enfermos, la fama de Eugenio se extendió más allá del convento y, pretendiendo todavía ser hombre, llegó a ser abad.
Una noble romana intentó seducir al supuesto Eugenio, que la rechazó. Por despecho, la humillada noble lo acusó de violación. El propio padre de Eugenio presidió el juicio, durante el cual la siempre disimulada joven se vio obligada a enseñar un seno para demostrar que era en realidad mujer, dejando en evidencia la falsedad de la acusación. Reunido con su hija perdida, el padre de Eugenio se convirtió al cristianismo y ahí quedó el asunto. La escena, así como las (muy cómicas) expresiones anonadadas de los presentes en el juicio, fueron inmortalizadas en una escultura en piedra que hoy está en la basílica de Vézelay. Durante muchos años, Eugenio continuó siendo abad y realizando curaciones milagrosas tranquilamente.
Pero corrían tiempos difíciles para los cristianos en el imperio romano: un 24 o 25 de diciembre de 257, Eugenio/Eugenia padeció diversas torturas y luego la decapitación, y pasó a convertirse en una popular figura de culto. A lo largo de la historia, se le dedicaron numerosas representaciones, a veces con vestido de mujer, a veces portando los hábitos negros de los monjes con los que supo recubrirse durante su martirio.
Mujeres vestidas de hombres para ocupar lugares a los que, de otra forma, no hubieran tenido acceso, han aflorado en toda época y en toda cultura (sobre todo en las patriarcales). Relevamos así los innumerables beneficios de la androginia para las mujeres que parecen ir de la mano con las restricciones que les son sistemáticamente impuestas. Si la anécdota de Eugenia/Eugenio me llamó particularmente la atención, no es tanto por eso, sino por la poca atención que se presta al género del abad en cuestión en las recolecciones que encontré: no sólo sigue ocupando ese cargo, sino que su padre se suma al movimiento cristiano que había motivado a Eugenia a renunciar a su género. La iglesia católica, que hoy tanto problema se hace con las cuestiones identitarias que nos convocan, parecía no preocuparse, aquel entonces, de recibir a una mujer entre sus rangos (provisto, claro, que esté vestida de hombre y que haga milagros). La historia de Eugenia/Eugenio resurgió durante una conversación sobre la diferencia de los sexos en una clase de psicoanálisis (adentrarnos en ese terreno sinuoso merecería una entrega aparte), y que, acaso por un efecto de contraste con la pesantez y la gravedad propias a Freud, me sorprendió por su ligereza, incluso si concluye con el martirio de quien fuera su protagonista.
Mi género asignado al nacer es femenino y por ahora, eso no me plantea ningún conflicto en particular, aunque la categoría “mujer” y el lugar que le es socialmente asignado me despierten muchísima extrañeza. Sucede que hace un par de meses me corté el pelo bastante corto (cosa banal, pensaría una) y, desde entonces, estas mismas categorías de “hombre” y “mujer” no dejan de presentárseme constantemente con mucha más insistencia que antes, cosa que me ha llevado a descreer aún más de ellas. Si antes me sucedía cada tanto que la gente me confundiera con un hombre por la calle, el corte de pelo vino a desligar completamente mi apariencia inmediata con la de una “mujer”. Desde entonces, no hay prácticamente nadie, ni en la calle, ni en el supermercado, ni en el banco, que no me confunda con un hombre, que no me llame “Monsieur” o “pibe” (ya me sucedía en Argentina, fíjese usted). Y no hay nadie que, al enterarse eventualmente del equívoco por el tono manifiestamente femenino de mi voz, no se deshaga en disculpas y en justificaciones del tipo: “No tengo puestos los anteojos”, “Por la altura pensé que eras un hombre”, “Es que tenés puesto un ropaje típicamente masculino”.
Mi pareja me confió que en un grupo de WhatsApp laboral mandó una foto nuestra donde estábamos ataviados de regalos del Perú, y un colega suyo preguntó quién era el chabón que aparecía en la foto con él. Muy risueños repasamos las expresiones de profunda vergüenza que este colega desplegó al enterarse de que “el chabón” era “la novia”, cosa que me dejó pensando en la rigidez de estas categorías, y en el gran tabú que pesa sobre las personas que pretenden una cierta fluidez o, más radicalmente, un escape total a la necesidad imperial de suscribir a la jurisdicción de una u otra. De repente, algo de la reacción pasional ante las confusiones de género que, en lo personal, me resultan muy graciosas, y más allá de eso, también me resultan sumamente interesantes. La gente parece tener ciertas fijaciones con los géneros que me son, por algún motivo generacional seguro, cada vez más ajenas, y que me permito cuestionar en los siguientes términos.
Me pregunto si todo lo relativo a las ambigüedades identitarias tiene que vivirse necesariamente en clave de normatividad o vergüenza, si la pasión asociada a la confusión en el género tiene que ser necesariamente negativa. Si el género no puede ser también un terreno de juego, un teatro donde uno, o una, o une, pueda ser hombre o mujer (o acaso algo completamente diferente) indistintamente, sin que nadie se ofusque. Obviando el innegable hecho de que las diferencias entre los “hombres” y las “mujeres” son bien reales (más de lo que a nosotros, idealistas, nos gustaría), obviando el hecho de que las diferencias entre los sexos tienen hoy, como siempre, un sustrato material que prima por sobre toda elaboración fantasmática que tratemos de oponerle, obviando todo eso, me gustaría saber si no existe acaso una frontera más allá de la cual aquellas vetustas y polvorientas categorías, “hombre” y “mujer”, empiecen a develar esa absurdidad con la que siempre las asocié. Si llegaremos algún día a un consenso a propósito de la dimensión eminentemente performativa del género, de su potencial creador, de su dimensión lúdica. Si algún día podremos decir “hombre” y “mujer” con toda la reversibilidad que estos términos de dudosa circunscripción permiten.
Alguien que no deja de hacer eso mismo es Pierre Klossowski, en una obra que se ha extendido, desde que el autor conoce a su mujer Denise Roberte Morin-Sinclair en 1946, hasta el día de su muerte en 2001. Dice en alguna entrevista que lo que lo atrajo de ella eran sus rasgos andróginos. Klossowski dedicaría varias décadas a construir una sorprendente y disparatada puesta en escena literaria, y pictural (y eventualmente, exclusivamente pictural) alrededor de un personaje calcado a partir de su mujer y que recibe el nombre de Roberte. Los rasgos andróginos de Denise Roberte no faltan en ninguna de las representaciones que su marido (que también se representa sistemáticamente a sí mismo en la ficción) le dedica. Sobrarán ocasiones, entre un centenar de puestas en escenas sumamente diferentes, de ver a Roberte trasvestida o directamente transformada en hombre, como quien no quiere la cosa. Como un elemento más en una cosmología que no hace del género un elemento central (faltaría ver cuál es el elemento central en esta obra, pero eso no nos ocupará por el momento), sino un instrumento más en el decoro de una obra de teatro.
En otra entrevista, un ya viejo Klossowski afirma entre risas roncas y pinceles, en su atelier en París: “Siempre tuve la idea de que la mujer anuncia un muchacho, y un muchacho puede anunciar una mujer.”
Otro que supo celebrar (espléndidamente) los aspectos lúdicos del género fue Alessandro Michele, que acaba de bajarse de la dirección artística de Gucci, cargo que ocupaba desde 2015. Emanuele Coccia nos recuerda que Michele repartió, a la manera de los grandes artistas del Renacimiento, un tratado filosófico junto a las notas de su primer desfile. El título del texto: “The Contemporary is the Untimely” (“Lo contemporáneo es lo atemporal”), es una referencia a Roland Barthes. En él, Michele retoma el tema de lo contemporáneo tal como lo desarrolla Agamben (ya amigo de la casa) como aquello constantemente desplazado del presente, considerado como arcaico (“próximo al arké, es decir, al origen”), aquello que se encuentra a la vez de cara al pasado más lejano y a un futuro que aún está por crearse. Ser contemporáneo es entender el presente como creación, puesta en cuestión y actualización perpetua de las categorías pasadas, cosa que Michel no dejó de hacer temporada tras temporada con el género. Es decir, “se puede hacer filosofía con terciopelo y lana, con cuero y tafetán”, concluye Coccia.
Las prendas de Gucci encarnaron fabulosamente, durante los últimos siete años, esa compleja relación entre el género y la representación de la que les hablo. Michele supo recuperar la función revolucionaria de la moda de la que Walter Benjamin tanto hablaba, su capacidad de crear mundos nuevos, no sólo a la escala de las pasarelas europeas pero también a la modesta escala de la vida diaria de las personas. Mundos donde explotan y se desdoblan las categorías de género son accesibles a quien se anime a explorarlos.